EL HORNERO

Los pájaros, decía Fray Bartolomé el Inglés en el siglo XIII, “son los adornos del aire". Nadie mejor responde a esta definición casi mística que el hornero de nuestros campos. Su plumaje de franciscano hubiera emocionado al fraile que tan alta estima ponía en las aves, pero su casa —tomando como modelo la esfe­ra, que es perfecta, y la idea del caracol marino, que es elegan­te— es uno de los adornos del pobrecito paisaje criollo, del pai­saje que no supo corregir con su arte el nómade o el sedentario habitante que sintiendo roer sus huesos con la sentencia del Eclesiastés: "Polvo eres y al polvo retornarás", convencido de ser una enfermedad más, del barro, sobre el planeta, construyó un rancho con tierra y paja apisonada, olvidándose de abrirle una ventana y de cerrarle la puerta. El hornero, mucho más artista, sobre la horqueta en que se apoya el rancho, ha levantado, con el mismo barro desprestigiado por el obrero triste, el himno a la pasta divina con que se hacían muñecos en el paraíso, y el himno a la miga de pan con que se entretenía Jehovah, esperando a los errantes judíos con quienes acometería la primera matanza reli­giosa de las muchas que nos enumera el libro de policía conocido con el fúnebre nombre del Antiguo Testamento. El pájaro ha he­cho con barro lo que los hombres sólo se atreven hacer con már­mol. Un palacio.