EL CABALLO

 

 Hoy sabemos que el caballo fue nativo de la América polinésica. Del continente remoto por el que se iba a pie desde Barranquilla hasta Sidney. Pero por razones que escapan a los naturalistas, el caballo aborigen desapareció de golpe. Los españoles trajeron el gajo de la nueva raza que debía llamarse criolla. Entre las tropillas de caballos salvajes de la colonia, más tarde domados por el hombre, vencidos por el esfuerzo insensato que les reclamaba, apareció algo así como un fantasma, trasunto del caballo primitivo y que reconstruimos por pedazos. Caballo que le faltaba una oreja, tuerto otras veces, bichoco, lunanco, enfermo de los vasos, de las cuerdas, de las articulaciones —y tiene muchas bisagras esenciales esta máquina de andar—, caído de la paleta, del lomo o del anca. No era un ejemplar hermoso de aquellos que subían a los frisos de Fidias ni estaba completo. Por ser una cosa que andaba en cuatro patas sobre nuestro meridiano, y asegurando que era un caballo, se le llamó "el caballo patrio" después de habérsele llamado reyuno como cosa propia del rey. Sin marca, flaco, arrastrando una guasca con que habían querido retenerlo a un palenque haciéndole un honor, erraba como inválido de la guerra en los alrededores de los fogones. Servía para sacar agua del pozo, para mandarlo hasta la pulpería, para ponerlo de ladero a las carretas, para pasear una rastra por sobre el campo pelado. El caballo patrio, con mataduras en el lomo, derrengado como si la miseria le quedara bien, pero andando siempre por el buen camino, nada matrero, al alcance de la mano de la china y de los muchachos y del maturrango, fue la Cenicienta de nuestras estancias. Caballo patrio porque servía para todo: para un fregado como para un barrido. Tomado aquí, dejado allá por inútil, despedido a frío con un rebencazo como toda recompensa, destartalado por el dolor, sin línea árabe, sin línea alguna, las crines desparejas y cargadas de abrojo, rabón porque le habían sacado la crin de la cola para colgar los peines, no tenía ya formas de caballo, sino de un mueble armario. Dejado a campo abierto, expulsado de las tropillas por los cojudos, se le veía parado y clavado, casi, al borde de las lagunas, mirándose en el espejo de las cañadas y creyendo que las aguas en que se daban vuelta los berros eran aguas de sus lágrimas y la florcita de los berros sus legañones. Con aires de viejos poetas simbolistas que han sorbido el verde de los campos en las copas de ajenjo, el pelo desparejo y largo, con cataplasmas de barro seco sobre los costillares, nos evoca las primeras obras balbuceantes de la creación del mundo por un Dios apurado. Caballo no del todo terminado, aun envuelto en la ganga, mirón de la luna, su primera ventana al infinito, mirón de la laguna, su segunda ventana al infinito obscuro de la tierra, soñando como el burro en sorberse las estrellas del bañado, su pelambre cargada de rocío, dura de escarcha, amó los tonos suaves y débiles de los pastelistas franceses del siglo XVIII y sólo don Pedro Figari le ha reconocido su derecho a la inmortalidad. En las telas del gran pintor, en las que sólo hay un ombú y el cielo —grandes cielos azules, bazar de banderas épicas sobre el Río de la Plata—, el artista ha puesto siempre una luna caballar, bastante regordeta la pobre, como yegua preñada de poesía, y le ha dado como admiradores los matungos patrios, silenciosos, inmóviles, estudiando para estaca de cansados, fantasmas de pelo claro, bayos, tordillos blanco y rosado, que el arte y la magia de la madrugada celeste terminan confundiéndolos con los floripones exangües caídos sobre el campo criollo.

      Cuando Guido (don Tomás), Pueyrredón y San Martín dejaban el mirador de San Isidro, y se dirigían en la siesta al ombú de la Esperanza, preparando la campaña de Chile, tomaban por la calle de los nogales. Los nogales eran la escolta que los Pueyrredón, grandes señores, preparaban, desde la colonia, para presentar armas a los jefes de estado, a los generales ilustres y a los hombres afortunados que los visitaban. San Martín, reacio a los honores mundanos, aceptaba la silenciosa y majestuosa guardia de honor de aquellos nogales, que le hacían los suyos cada vez que pasaba delante, pensando, preocupado, en la patria que quería darnos.

      Y cuando iba por la costa, siguiendo las velas blancas de las naves de Zabala, al que debía batir en San Lorenzo, atravesando San Antonio de Areco en las vísperas de la acción decisiva, salió una otra avenida de nogales a su encuentro para rendirle pleitesía.

      La noche caía precipitadamente sobre la pampa y los nogales ofrecieron sus ramas generosas, para cobijar debajo al regimiento de los Granaderos a Caballo que iba a ser heroico unas horas más tarde. Las gaviotas que iban por el río plegaron las alas. El misterioso ejército de ciento veinte jinetes, tan breve como la mano del destino y tan rudo como ella, hizo alto bajo los árboles. Los nogales de San Antonio de Areco prestaron su rebozo a los guerreros de la faz bronceada, muchachotes de Misiones, hijos de palos santos y palmeras, que habían acudido a la invitación del hijo pródigo de Yapeyú, factoría jesuítica, de asiento impreciso, borrada por la selva. Los nogales creyeron esa noche sentir que empollaban la eternidad y que la medida de la gloria era desmesurada. Pero su destino era semejante al de los soldados que nos dieron patria. Sus nombres se olvidaron después de tanto sacrificio. Sólo se salvaron los generales. (¡Perdón, Brandsen y Güemes!). Los nogales de San Antonio de Areco fueron cercenados uno a uno para alimentar el horno de un panadero. Murieron uno a uno, obscuramente, como los granaderos. Cuando el paraguayo Bogado volvió de Ayacucho y esperaba hacer desfilar por Buenos Aires el resto de los caballeros que nos liberaron la América, pensó en darles plaza en su batallón, que ofrecía tantas bajas, a los nogales de San Antonio, que tuvieron en la noche célebre algo de centauros, regimiento de semidioses acampado sobre el campo florido. Pero no los encontró. El panadero de la localidad había hecho cenizas perfumadas con sus troncos fornidos. Había embalsamado la atmósfera del horno con las ramas que, unidas al olivo, sirvieron para coronar, junto a las del laurel y la encina, a los hombres que vienen triunfando desde Píndaro.