LAS SEÑORITAS DEL TELÉFONO

 

LAS SEÑORITAS  DEL TELÉFONO

 

 

 

El deseo, o la necesidad, de comunicarse con alguien que viviera en otro lugar, o en la ciudad, por poco que ese alguien dispusiera de un teléfono, era una ocasión para vestirnos con nuestras mejores ropas y ponernos de viaje hacia el pueblo donde vivían las señoritas del teléfono.

Se entraba en una habitación de dimensiones modestas con puerta a la calle y lo primero que veíamos en un rincón era el instrumental que servía para obtener una "conferencia" telefónica: una especie de micrófono de extraña conformación, con algo de un bozal de baquelita renegrida y un tablero adosado a la pared mediante incontables cables y fichas que de vez en cuando mandaba señales de su existencia, lo que entraba en contradicción con el silencio expectante de la calle. En el rincón opuesto, una cabina boyaba. Acaso residuo de un naufragio, su presencia quería significar que a toda persona gratificada por la obtención de una conferencia le estaba permitido aislarse en ella para poder hablar a su gusto.

No habían terminado las efusiones que nuestra llegada provocaba cuando ya una de las señoritas (eran dos hermanas y ambas, de manera indistinta, eran capaces de oficiar) iba a sentarse ante el tablero, se calzaba aquellas anteojeras y comenzaba su tarea: "¿Galarza?" —Galarza era el nombre de un pueblo cercano al nuestro y el camino obligado de cualquier llamado—, "¿Galarza?, ¿estás en línea, Galarza?, ¿cómo te va?". Galarza estaba en línea, la voz de la señorita, siempre interrogativa, tuteaba a su interlocutora y hasta podía dedicarle unos breves párrafos acerca de "la tarde de oro" —que de veras parecía de oro a juzgar por lo que de nuestros asientos se podía ver del jardín—, y luego, en un tono ya de confidencia, ligeramente ansioso, como si el pedido que estaba a punto de formular pudiera parecer excesivo: "¿Me podrías dar la demora con Gualeguaychú?... don Luis Calveyra desea comunicarse con una de sus hijas, pupila del colegio 'Villa Malvina'... sí... sí... cuando la consigas... muchas gracias... hasta luego...". Enseguida de lo cual se extraía el artefacto de la cabeza, lo colocaba encima de la mesa y, siempre ágil, volvía a tomar asiento entre nosotros.

Una vez alertada la telefonista del pueblo vecino sobre los deseos de mi padre, no quedaba otra cosa por hacer sino pasar una tarde entretenida y esperar a que el sol tuviera a bien correrse lentamente hacia el oeste. Al no disponer del menor sentido de la propiedad, las señoritas, al igual que nosotros, parecían visitas en esa pieza.

"Ir a hablar por teléfono" era menos una necesidad de comunicar, operación azarosa que requería horas si no días y que a veces podía terminar en un fracaso, que una ocasión para ir de visita a casa de las señoritas del teléfono.

Se trataba de las personas más ocurrentes y confiables en cuanto a la información que podían ofrecer; la excelencia de su carácter las volvía capaces de ostentarle la visita al más callado de los seres humanos por poco que esa persona tuviera que esperar (como ellas, a veces durante horas) en esa pieza y siempre y cuando, si se trataba de un hombre, pudieran conservarlo a mano y no se les escapara a fumar a la vereda. De todos modos, eran conscientes de que siempre en estos casos se trataba de una tarea de ablande previo del terreno. Pero ni bien llegaban a observar en la persona en cuestión aunque más no fuera el esbozo de una sonrisa, consideraban que lo más arduo de la tarea estaba hecho.

Es verdad que a menudo recibían a personas totalmente incapaces de hacer frente a la lluvia de preguntas —uno de sus secretos, la palabra en esa pieza era reina— que se abatían sobre la cabeza del recién llegado. Para que esos seres melancólicos pudieran entrar en el juego, una de ellas empezaba por responder a las preguntas de la otra, o a sus bromas, por si hubieran observado en el huésped ocasional una cierta impermeabilidad hacia las bromas: para estos casos un tanto difíciles disponían de un arsenal de respuestas preparadas de antemano y que iban avanzando con precisión de jugadoras experimentadas, que enunciaban no tanto en forma de respuestas definidas sino más bien como preguntas en las que entrara una cierta dosis de negación, que podían dosificar según los casos.

El triunfo ya no estaba lejos si lograban que la persona en cuestión no sólo terminara por responder a la mayor parte de sus preguntas sino que también empezara a poder formular las suyas propias.

 

 

Ambas habían nacido en el siglo XIX, sin duda en el último tercio. Pese a las arrugas de su cara, el pelo empezaba recién a dar muestras de encanecer. La menor de las dos, ¡pero era tan vieja!, hablaba con la misma abundancia de su hermana, sólo que al terminar lo que estaba diciendo parecía súbitamente tomar un atajo y penetrar en las palabras de un libro de su propia invención. Los armónicos de su hermana voz de contralto se concentraban entonces lo mismo que si estuviera por concluir una lectura. De ahí que, a poco de estudiarla, se pudiera calcular el momento en que ya estaría en condiciones de ceder la palabra.

Una de ellas era un poco más alta que la otra pero la diferencia física más visible radicaba en la manera de sostenerse la pollera la mayor, como si el vestido que llevaba fuera más largo de lo que en realidad era y temiera arrastrarlo por el suelo.

Eran conocidas por lo parejo de su carácter; se dirigían siempre con una sonrisa a la persona que franqueaba la puerta de la oficina y, sin tardar, se ocupaban de su pedido. Cuando no hablaban, sus movimientos eran diestros, de personas conocedoras de su oficio, como si en ellos entraran las mismas palabras de vocales claras, semejantes a cretonas de colores, que entraban en su conversación. Era imposible sospechar que una de ellas pudiera detentar algún conocimiento técnico, un secreto en la manipulación que la otra ignorara, ni tampoco se intuían entre ellas celos profesionales de ninguna índole; era benevolente su manera de acatar la técnica que les había tocado en suerte y a cuyo servicio se encontraban desde hacía años. Hasta se les adivinaba un cierto orgullo en servirla como si no se tratara de una tarea diferente de disponer esas plantas en maceta y en tarro (la antecámara del jardín que contemplábamos por la puerta que daba a la galería) y de memoria de mujer o de hombre nunca se supo de alguien que las hubiera visto levantarse alunadas de la siesta, hecho que a su edad es digno de ser consignado; ni tampoco eran de esas personas que escondían los malvones de flor simple (estaban furiosamente de moda) con tal de no obsequiar algún gajo: todo allí estaba a la vista de todos, los malvones de flor simple y los malvones de flor doble.

 

 

Por esos días yo acababa de leer un libro cuya protagonista era una mujer que, a la muerte de su marido, un anciano guardafaro, toma a su cargo las operaciones de salvataje de los barcos en peligro en una región desolada. Nuestra visita se prestaba a las mil maravillas para que yo pudiera ir identificando algunos de los lugares donde transcurría la novela, en particular la sala de mandos, donde nos hallábamos en ese momento, y el jardín, que la viuda del guardafaro se obstinaba en cultivar pese a la acción aunada de los vendavales y las olas. No cabía lugar a dudas, debía ser ésa la sala de mandos de que hablaba el libro: austera, casi sin muebles, con los escasos instrumentos requeridos para hacer frente a la soledad de las vidas y los trabajos ofertados al mar. Observé, no obstante —pero enseguida me pareció una omisión sin importancia—, la ausencia de largavista, elemento clave en los avatares de la novela... ¡sí que la desnudez de esa pieza resultaba conmovedora! En el caso presente, para capear la soledad, la viuda del guardafaro había suscitado una segunda viuda de guardafaro en la persona de su hermana menor. Ellas, y sólo ellas, se turnaban para enfrentar en cualquier momento a tan singular destino.

 

 

Esa tarde, tema melancólico entre todos, se comentaba de la nueva enfermedad que les entraba a las chacras —y era que la gente ya había comenzado a emigrar a Buenos Aires. El diagnóstico estaba lejos de haber sido concluido en esa pieza, procedía de los más reputados especialistas en la materia: las chacras se morían de una soledad, afirmaba en ese momento mi padre, que poco o nada tenía que ver con la soledad de antes. Entre otros síntomas, la enfermedad comenzaba por volver polvorientos los utensilios encerrados en las cocinas, y esa capa de tristeza se iba extendiendo de manera ineluctable a galpones y potreros "y la luz misma que nos rodea comienza poco a poco a empolvarse, tampoco se trata de la misma luz de antes...". Sus habitantes, al abandonarlas, las condenaban a una muerte segura. Durante un primer tiempo, se las veía lo mismo de lozanas, reflejaban, como siempre, el fervor de huertas y jardines. Pero en medio de ese verdor empezaban a insinuarse los primeros síntomas del mal. Una misma suerte les estaba reservada a los árboles: más lozanos que nunca en un primer momento, parecían querer lo más de espacio posible, como barriletes remontarse en el cielo de los patios con ese algo de desmesura que les acomete cuando el hombre cesa de mirarlos. "¡Ah!, también en este caso se trata de un embuste más de la naturaleza, terminan siempre por irse en vicio y secarse...", se quejaba mi padre.

A todo esto y a medida que las noticias del pueblo llegaban y se iban, el mar no cesaba de rodearnos por todas partes. El jardín, que de cuando en cuando visitábamos con la mirada (un jardín de belleza cuadrangular, abundantemente regado), parecía ser el mejor de los parapetos en caso de que una ola tratara de internarse un poco más de la cuenta.

La presencia de ese mar se manifestaba también en las fichas del tablero que por momentos dejaban oír una especie de lamento lleno de pausas y de olvidos. Por suerte, no había mayores motivos de inquietud: la impasibilidad soberana de ese jardín —una bolita de colores admirada a contraluz— nos incitaba a la confianza. Y en verdad, desde las primeras horas de la mañana hasta las últimas del atardecer, el sol entre esas plantas tenía un desplazarse de persona, se paseaba entre los canteros cariñosamente abovedados, elegía algún gajo donde demorarse unos instantes más de lo

previsto en el protocolo. Las señoritas no dejaban de ser conscientes de su visita y la begonia del rincón, con persistir, las volvía una fragilidad.

En esas cavilaciones andábamos cuando del lugar en que se hallaba el tablero adosado a la pared, empezó a oírse esta vez un tecleo de más en más urgente y desordenado como de consonantes que enseguida de escritas se yuxtapusieran unas con otras —raramente se trataba de vocales. A nosotros, que nada sabíamos de lo que pasaba, nos parecía que una invasión de palabras inconexas se estaba tramando en ese rincón de la pieza; y tal vez se tratara de palabras, esa irrupción, ese tecleo errático y por poco salvaje de una máquina de escribir en la que nadie, sin embargo, estuviera escribiendo.

Cuando esto sucedía (y esa tarde sucedió en varias ocasiones), imperturbable, una de las señoritas abandonaba su silla y, sin dejar de contar o de escuchar, se encaminaba con presteza hacia el tablero para inmovilizarse a su lado. Yo acechaba el instante en que ella iría a dirigirle la palabra. Vana espera. El apaciguamiento llegaba, es verdad, pero en forma mucho más lacónica: tal vez porque se trataba de ramas de un mismo árbol, le bastaba aproximar su cuerpo a ese tablero como la madre calma los terrores del niño con sólo acercarse a la cuna. Era probable que a esas fichas las acometiera una fiebre de vanidad (¿acaso se envanecían, una y otra vez en la tarde, por ser algo tan singular en un mundo de más en más singular?). En todo caso, ese desasosiego al que asistíamos impotentes en la casi penumbra de la pieza era poca cosa comparado con la fiebre de comunicar que desde la época de su fundación se había apoderado del pueblo.

La sociedad de consumo en la Argentina empezó en mi pueblo, empezó hace muchísimo, por el uso inmoderado de noticias. De ahí que a mucha gente le resultara difícil y hasta imposible dilucidar la utilidad y el motivo profundo de la invención del teléfono. Entre nosotros, la palabra había sido siempre una historia de dos ramilletes que se encuentran, se reconocen y se intercambian en el corso florido. A la vez, también es cierto que la invención del teléfono trajo consigo la sensación de que una mina de oro se abría de pronto en pleno corazón de la provincia. La fiebre por ofrecer una palabra sin la presencia del interlocutor empezó, pues, como una gran pasión, acaso en la década de 1930: resulta siempre excitante para el espíritu, y materia de legítimo orgullo, poder hablar con una persona mientras se contempla un pedazo de pared y sin necesidad de atenerse a los rasgos de su cara.

De pronto, desgajada del árbol de la conversación y a partir de un breve silencio, una máxima, casi siempre de índole cómica, venía a adornarla, procedía en línea directa de la época de la guerra del Paraguay, de cuando la mazamorra era postre. Esta vez, ese cambio de velocidad hizo que a una de las señoritas la asaltara el recuerdo de la demora pedida. Ligeramente contrariada, pasó a sentarse en la silla junto a la mesa de mandos y allí se mantuvo erguida por unos instantes cual una pianista que, luego de los aplausos, se apresta a atacar la obra siguiente.

En espera de las novedades, en nuestros asientos toda conversación cesó. Con la misma voz dulce y siempre interrogativa, imitada de la voz de su hermana —a menos que se tratara de lo contrario—, empezó a buscar una vez más en lo hipotético del aire como si se dispusiera a dar cuchilladas en el agua de un arroyo. "¿Galarza?..., ¿estás ahí, Galarza?..." Mientras se afanaba en esta pregunta, iba abriendo y cerrando unos alvéolos en la pared fingida del tablero. Un breve silencio. Galarza estaba en línea, pero...: "No, no te pedí Uruguay, hace memoria, yo te pedí Gualeguaychú..., ¿que tenés la demora con Concepción del Uruguay?...". Parecía ser que la demora con Concepción del Uruguay era considerablemente menor que la demora con Gualeguaychú: "No, querida, desgraciadamente no me interesa la demora con Uruguay... don Luis Calveyra... No, no me olvides: lo que me sigue interesando es la demora con Gualeguaychú...". A todo esto, la elocución de la señorita continuaba en el más puro estilo interrogativo, seguía siendo afable a la vez que un tanto distante del acontecimiento que le tocaba vivir. Hubo otro silencio en la pieza y luego se produjo algo que nadie, por lo menos en ese momento y lugar, estuvo en condiciones de oír, ni tan siquiera el aparato de baquelita renegrido al cual los labios trémulos de la señorita se aproximaron un poco más de la cuenta: "¿Galarza?... ¡si supieras cómo envejezco!".

Acto seguido, se deshizo prestamente del artefacto extrayéndoselo por el lado derecho, lo colocó encima de la mesa y, siempre ágil, negando esta vez ligeramente con la cabeza, volvía a sentarse con nosotros para retomar el hilo de la conversación.

En este punto, me permito interrumpir la conversación y la "tarde divina" para expresar un deseo: que esas cinco palabras permanezcan selladas en su cuño castellano como si de un icono de palabra se tratara, de un medallón que pudiera guardarlas, no cambiarlas, por favor, por otras palabras, no vaciarlas de su pasión castellana, el mar sigue rodeando nuestro encuentro, es siempre la sala de mandos del faro, esas fichas puestas a funcionar sin ton ni son, ese teclado a la deriva, es, son una persona, busca encarnar en su lengua, ponerse al habla con ella, su lengua propia, su cicatriz entrañable, se pone a balbucear con ella, y con las señoritas del teléfono y, a través de ellas, con nosotros que seguimos sentados en esa pieza, es siempre la sala de mandos del faro de esa región borrascosa llamada muchos años pasaron, desde nuestros asientos podemos seguir dándonos noticias ("parece que sigue la guerra en España...")? puestos en confianza como una tribu de indios por un rescoldo en la noche, instalados ante ese dios cuyo nombre desconocíamos y que no era otro que el dios palabra: en la oscuridad alguien habla y otro le responde.

¿Y qué pasaría, me digo, si en medio de este silencio, las fichas, movidas vaya uno a saber por qué necesidad, volvieran a dar señales de impaciencia, ante una tempestad llegada de los años empezaran a abrirse y cerrarse en el sentido de la vertical, terminaran por sacar de la cama a las señoritas? Veo la mesa de mandos; veo un largavista adquirido después de nuestra visita; veo la lupa; veo mi ojo que observa a las dos señoritas recién arrancadas de su sueño; veo a la señorita mayor, seguida por su hermana menor que enciende la vela que ha quedado preparada sobre la mesa de los santos, precipitarse con toda la premura de que son capaces hacia el cuarto del teléfono; dirigirse hacia ese ruido; avanzar, esta vez con el rodete deshecho, avanzar con los movimientos que tienen las personas cuando no se saben miradas, mientras el ruido también avanza hacia ellas, se les acerca en forma de pregunta como si de entre los años espléndidos una media palabra pudiera reclamarlas todavía; como suelen hacerlo en presencia de extraños, acercar al tablero su regazo estragado por la vejez; en chancletas, acercar la ya casi metáfora de sus cuerpos despertados de apuro, tranquilizarlas, tiernamente, amorosamente y, como al oído de una persona, murmurarles: "ustedes... palabras..., palabras..., palabras...".

 

 

 

 

 

 

 

 

EL DÍA DE LA TORMENTA

 

 

 

Había un día en el año —se trataba de una fecha movible, jugaba a desplazarse una semana o dos— que la gente llamaba el día de la tormenta, y lo llamaba así en pleno conocimiento de causa, formaba parte de las herencias que se recibían a la muerte de alguien, como las cacerolas, las pavas, las sillas o los perros de una casa. Había hasta quienes iban a recordar acontecimientos personales, duelos, casamientos, pago de una deuda, pérdida de una tropilla, etcétera... tomándolo como hito cronológico. De este modo, el día de la tormenta emulaba la fecha del nacimiento de Cristo.

Ya dije que podía atrasarse o adelantarse pero como un caballo todavía cerril al que obligan a ponerse en pista desde antes de comenzar la carrera, lo sabíamos agazapado en las inmediaciones de las fiestas de fin de año, llenándose poco a poco de la terrible fuerza que desencadenaría en su momento. Su trabajo solapado se leía en nuestros cuerpos desleídos que, antes de emprender cualquier tarea, sólo buscaban tirarse en el primer asiento que encontraban.

Por esos días había pájaros que dejaban de frecuentar el cielo de la casa, alertados no se sabía por cuál inminencia de cosa extraordinaria para buscar refugio en lugares que también ignorábamos. Hecho que nunca volvió a repetirse, en una ocasión, víspera de tormenta, llegó una paloma mensajera. Exhausta, desprendiendo una alta temperatura, pequeño astro blanco, vino a posarse en un patio. Los primeros auxilios no tardaron en organizarse. Tenía en una pata un aro donde sin lugar a dudas se ocultaba algún mensaje. Le dimos de beber y le acercamos unos granos. Pensábamos que el temblor de sus alas, esa fiebre, darían cuenta de ella. La pusimos en un lugar fresco donde los perros no la importunaran con su curiosidad. Así pasaron tres o cuatro días en que sobrevivió rodeada por una frescura de agua corriente. Empezó de nuevo a alimentarse, y la mañana que sucedió a la tormenta pudo levantar vuelo.

Otro de los signos precursores: una nitidez incesante que iba ganando la redondez del cielo y las cosas en él reflejadas, casas, ramas, verdor de las plantas. Imperturbable, se apoderaba del horizonte, se quedaba ahí, durando.

Y ni qué decir de los animales que buscaban la menor sombra, el menor barrunto de enramada.

De la tormenta que rememoro, habíamos tenido serios indicios por una delicadísima labor de araña, una tela que persistía en su perfección desde hacía varias semanas y cuyo esplendor podíamos admirar cada mañana al levantarnos, cargada aún de dos o tres gotas de rocío que brillaban unos momentos al sol, orgullo de una de las casuarinas de la entrada. Esa tela resultó misteriosamente destruida. Otro indicio, más palpable todavía: al atardecer de esa noche, el horizonte permaneció intocado por la sombra, una misma cantidad de luz, que no variaba, que no cesaba, que no lo abandonó hasta tardísimo.

Hacía una buena semana que la acechábamos. Al cabo, a fuerza de esperarla y de verla dilapidarse cada vez en el horizonte, terminamos por adquirir la seguridad de que, como casi todos los años, iría a encontrarnos durmiendo... una tormenta que taló árboles, abatió molinos, carneó ganado, trilló silos y galpones. Hasta el horno de hacer pan, tan al resguardo, tan al olvido en su convexidad de paraísos, se vio en la obligación de sacrificar algunos ladrillos de la tronera en homenaje al dios desaforado.

El cuerpo, esa aleación de agua y espíritu, pesaba toneladas bajo nuestros atuendos y los trabajos que tuvimos que acometer esa tarde nos parecieron dignos de Hércules; en cuanto se podía, salíamos corriendo de sombra en sombra; el escudo de nuestros sombreros resultaba impotente para salvarnos de la tenaza al rojo del sol; ni tampoco empaparlos al pasar por una canilla. Nos obligaba a calcular la estrategia requerida para cada ocasión y, en menos de lo previsto, ya quedábamos de nuevo del lado de la sombra: pared, árbol, enramada, siempre con los mismos deseos de hacerle burlas al sol por tomarse tan en serio.

Durante los veranos nos sucedía tener que esperar por las tardes con nuestras pantallas —obsequio de fin de año de los comerciantes del pueblo, con fotografías de actrices y actores del cine norteamericano— a que el calor tuviera a bien decrecer aunque más no fuera una pulgada. Pero esa tarde de que hablo fue en vano que atendiéramos la más leve señal, la aparición de una brisa por modestísima que fuera y, cosa más desusada todavía, una prueba más o menos inequívoca de la solución del día en la noche. Semejábamos a actores exhaustos en un escenario cuyo iluminador hubiera tenido que salir olvidándose de apagar las luces.

En esa oscuridad que no terminaba de instalarse, podíamos oír encima de nuestras cabezas el trajinar errático de los pájaros, su ir de rama en rama sin conseguir un lugar donde posarse para pasar la noche, unos a otros importunarse, tan desasosegados como nosotros allá en la profundidad más o menos recuperada del patio, insomnes, cuando no el súbito batir de alas, el abandono del lugar, la obligación de emigrar en procura de algún monte.

Por fin, algo parecido a las primicias de un anochecer empezó a rondarnos, a rodear nuestras máscaras exangües.

A falta de una brisa amiga, en esa fijeza candente que parecía retrotraernos a una luz de madrugada, fuimos a sentarnos en la glorieta a cenar. Había, creo, unas personas de Buenos Aires. No recuerdo la conversación, sin duda llena de puntos suspensivos. Cuando en eso, en medio de uno de los silencios de plomo, oímos nítidamente que las copas de las casuarinas se quedaban atentas, tiesas y como al acecho de un arreo lejano de ganado para, casi enseguida, entrar en un juego desesperado de preguntas y respuestas, juego aparentemente sin salida a juzgar por lo precavido de los comienzos.

Primero fue como si centenas de pájaros se despertaran de esas ramas que, de pronto, nos eran desconocidas, como si pájaros y ramas, a la defensiva, por tratar de conjurar una desgracia suspendida en el aire, fueran perdiendo identidad a todo trapo. Porque ya se dedicaban a preludiar una canción que, era evidente, les resultaba completamente desconocida (a menos que el pavor, y el pavor solo, los ayudara a ir encontrando la nota siguiente de la tétrica melodía). Nosotros sabíamos que esa canción se parecía como una gota de agua a otra, al preludio de la tormenta del año anterior que, dicho sea de paso, ya estaba encima de nuestras cabezas.

El espacio entre casuarina y casuarina fue ocupado por un silbido agudo como el bramido de una catarata gigantesca que se fuera despeñando desde alturas no imaginadas por ningún conquistador. Ese silbido ninguna memoria lo registraba, parecía querer atraer, caburé desde el fondo de los montes, a pájaros que nunca habíamos oído, mientras que las centenas de pájaros desdibujados sobre nuestras cabezas, en un bajo ostinato, se ocupaban de hacerle morisquetas a la masa de la noche y ya ese bramido nos desalojaba de nuestros asientos, ganaba furia, se desplazaba por un precipicio que era —al cabo caímos en la cuenta— la copa de los árboles más altos.

Llegaba dando tumbos y desde tan lejos que nadie hubiera sido capaz de hacerle la menor pregunta. Y ahora que el primer cimbronazo había cesado en las alturas, le tocaba el turno a la glorieta que pareció entrar en un puño de gigante, se sacudió, se removió como si en la confusión alguien la tomara por un peral cargado de peras maduras, o como si la quisieran arrancar de cuajo, palos, plantas, clavos, alambres, nosotros, el primer terremoto quedaba durando en nuestros brazos y ya los platos se cubrían de pétalos de rosa —las rosas preferidas de tía Adelina llamadas de "las siete hermanas"— que esa noche serían el manjar favorito del viento.

El vendaval —todo el viento, todos los vientos— esta vez iba ganando una consistencia líquida, ascendía de más en más sobre nuestras cabezas y ya cubría la masa entreverada de los árboles, seguía ascendiendo en forma de tirabuzón hasta llenar la extensión del cielo.

En eso, una ola de ese viento pareció desgajarse de los altos eucaliptos del fondo, su velocidad disminuyó momentáneamente para quedarse cimbrando en nuestros brazos, los ponía a escribir incoherencias en el vacío.

Entre tanto, el huracán seguía cosechando todo lo que encontraba en su camino. En el apuro, ya habían entrado los faroles y, para evitar un incendio, apagado precipitadamente las lámparas; una voz femenina (¿tía Adelina?, ¿mi madre?, ¿alguna de mis hermanas?) nos llamaba desde adentro para que nos guareciéramos de la tanta intemperie, de ese lugar sin orillas en que que-dábamos y ya la rueda del molino, liberada del freno, giraba como enloquecida, entraba en carrera con el ciclón. Los árboles más alejados de la casa, que nos comunicaban con la vastedad del campo, resultaban ahora ser los árboles de más afuera, de mar afuera.

Como una persona a la que sólo creíamos borracha enloquece en plena oscuridad, eso y no otra cosa resultaba ser el fondo de mar que fue nuestra provincia, una ola que volvió despertando de su sopor al ganado, que desplazó de lugar, como si fueran alados, los caballos en el campo, no otra cosa esa multitud de vientos (¿cuántos?) guardados en esa profundidad, que podían dar por tierra con todo lo que hallaban para llevarnos al fondo a que palpáramos su terrible prestigio.

Como una broma cuidadosamente preparada para la hora de la cena y que se desbarata antes de tiempo, el viento ahora, cuya intensidad parecía haber decrecido, daba una vuelta por ahí para volver transfigurado en huracán y ya la noche se quedaba con la cantidad del patio.

De todas maneras, pese a los urgentes llamados de las mujeres de la casa, era lindo —sería lindo todavía hoy, si sucediera— quedarse ahí afuera con las manos llenas de vendaval, un rato en la oscuridad completa, en la exuberante intemperie, ante ese umbral desconocido lleno de estruendo sólo azuzado por algún relámpago cuya tarea visible era la de acercar la lluvia, oliendo ese olor que va cobrando la tierra envuelta en un pensamiento único, en un acontecimiento digno de ser contado, cuando ya ni rastros de un farol y las ventanas clausuradas desde temprano aguantaban, estoicas, el empellón furioso, sí, un placer estarse ahí afuera hasta que un relámpago y un trueno irrumpan al fin y, al irse perdiendo, anuncien los primeros goterones, la lluvia codiciada que en menos de lo que canta un gallo inunda las canaletas y parece más bien brotada de la tierra que provenir de un cielo.

 

 

 

 

 

EL NIÑO Y EL CABALLO

 

 

 

Un caballo que busca a un niño es algo que no puede ser, nunca se vio, ¿y un niño que busca un caballo podría ser? Podría ser, pero aun así esta segunda posibilidad al cabo de un momento se vuelve a teñir de in-certidumbre. Y sin embargo...

 

 

—¡Sube, súbete! ¡Ya!, ¡ahora mismo!

Entonces el niño que pasaba por una vereda de Entre Ríos (nadie en el pueblo sabe de quién puede ser hijo, hermano o sobrino) se encaramó a las primeras ramas del árbol que tenía por delante y de ahí dio un salto sobre el lomo del caballo que lo esperaba. Y ahora, a medida que galopaban, el caballo parecía ir sacándose un arco iris del anca.

 

 

Cielos caminadores —la luz siempre al cuidado de los árboles—, cielos más próximos de un mar que del viento y como si se tratara de luz siempre llegando, luz que murmurara imágenes no sucedidas todavía.

 

 

A partir de ese árbol, de esa esquina y de esa mañana fue un solo errar por calles, campos, pueblos, caminos destinados a su trotar de niño y de caballo. Un niño y un caballo, a veces con un cojinillo olvidado en un alambrado y que ellos tomaban prestado, pero casi siempre iban en pelo. Vistos a la distancia se volvían azules. En mucho parecidos al viento visible para unas personas y para el caminante que avanza en su dirección y que se enreda en sus propios pasos, juega con las piernas de la gente, se enreda en el pelo del niño a medida que avanzan y que los distrae el vientito agridulce.

 

 

El pueblo de tarde en tarde, su lujo silvestre. Lujo de esas plantas y matorrales de la entrada cuando, al llegar del camino del cementerio, a mano derecha se descubren esos matorrales más verdes que todo lo verde.

 

 

 

 

Esa nochecita habían llegado a la orilla del río y decidieron acampar junto a la costa. Dormían ya cuando al niño lo despertó un ruido muy semejante a sonido, ruido o manoseo leve de un papel en poder del viento. Pero como viento no había, debía ser la brisa que llegaba del río. No lejos del niño el caballo dormía a pata suelta. En eso, de entre unas nubes de rebordes sombríos, la luna volvió a salir, empezó por mostrar el lugar donde se hallaban, una barranca en forma de circo que se demoraba unos cuantos metros antes de bajar en suave pendiente hasta el río.

Contemplaba el niño la luna y el lugar donde descansaban cuando en eso vio pasar una comadreja y su hermosa cola rodeada por un séquito de comadrejas jóvenes. La comadreja madrina fue a sentarse sobre un montículo de tierra que indicaba la entrada de una madriguera. Luego de un momento de inmovilidad, la comadreja se puso en cuatro patas a la vez que daba varios golpecitos con las patas traseras sobre el montículo como hacen los perros al ir a enterrar un hueso.

Acto seguido, otras comadrejas fueron saliendo de a una de la madriguera (sin duda habían estado aguardando esa señal). A medida que iban saliendo cada una tomaba a derecha o a izquierda hasta formar dos filas alrededor de la comadreja madrina. Cuando apareció la última, las dos filas se inmovilizaron como ganadas por una gran expectativa.

La comadreja madrina se colocó en sus dos patas, cosa que las demás imitaron, a la vez que, desde su lugar en la fila, cada una iniciaba un contoneo que fueron repitiendo aunque de manera más chambona. Pero acaso se trataba sólo de un ensayo. Mientras se contoneaban, las patas delanteras parecían deletrear el aire de la noche, dibujar unas señales, escribir, descubrir o recubrir nombres, una danza parecida a escarceo, en respuesta acaso al rumor de las hojas.

Ahora iniciaban una procesión en redondo, una fila a la derecha, la otra a la izquierda, siempre escondida por el ritmo y movimiento de las patas delanteras gracias al cual bailaban. Esa música sólo ellas podían oírla. Otras avanzaban bailando sobre las patas traseras mientras las delanteras mantenían siempre el compás, dibujaban en el aire un contoneo ocasionado por nuevos rumores de hojas, por otros árboles más lejos, una que otra vizcacha o liebre perdida, atraída por la fiesta, pasaba rozándolas, cuestión de olor, sin duda, seguía su camino sin mezclarse a ellas.

 

 

 

 

En otra ocasión, como ya se estaba poniendo oscuro decidieron desensillar en un potrero donde unas vacas lecheras descansaban en un brete separadas de los terneros para ser ordeñadas a la madrugada siguiente. Una vez que el caballo pastó y tomó agua de un bebedero y que el niño comió su ración se echaron a descansar. Pero he aquí que una víbora se deslizaba por entre las patas de una vaca, la que en el acto, mansamente, ya se ponía de pie. A la luz de la luna el niño vio cómo la víbora se enroscaba a una pata y acercaba sus fauces a una teta de la vaca de la que, como por encantamiento, empezaba a manar un minúsculo chorro de leche. Se trataba de lo que la gente llama una víbora "aquerenciada", que "roba" la leche de las vacas lecheras. Un hilito caía lentamente de la teta a las fauces de la víbora arrobada en su inmovilidad: sólo un imperceptible movimiento para tragar el líquido que tan delicioso habría de saberle y del que por nada en el mundo hubiera deseado verse privada.

 

 

 

Y de pronto, en medio del camino un árbol de ramaje impresionante les cerraba el paso. Sin decir agua va ya estaba ahí impidiéndoles seguir adelante, coposo en sus alturas de gran árbol acostumbrado al espacio sin ningún árbol cerca suyo, los ramajes formaban una casa en cuyas piezas ya era de noche. Por otra parte, la noche no andaba lejos.

—¡Árbol, árbol de ramas tan verdes, déjanos pasar a mí y al caballito!

—¡Árbol, árbol de ramas tan verdes, déjanos pasar a mí y al niño que va montado encima mío!

Pero el árbol no parecía dispuesto a dejarlos pasar ni tampoco a molestarse en responder.

—¡Árbol, que se nos viene la noche en las orejas y queremos llegar al arroyo a darnos un baño y retozar, tomar agua fresca y pescar!

Pero el árbol, que era ya como la mitad del campo, seguía con su idea fija, no quería cambiar de parecer. Silencioso, se estaba ahí, en ese lugar donde había empezado por ser un puñado de hojitas. El tiempo pasaba, la luz se iba achicando en el cielo y ellos sin poder abrirse paso entre los ramajes enmarañados. Las lomas a mano derecha empezaban a ensimismarse pero el árbol seguía sin el menor deseo de dejarlos pasar.

—¡Árbol, que se nos viene la noche encima!, ¡árbol, déjanos pasar a mí y al niño!

¿En qué habrá estado pensando el árbol entre tanto, de qué se habrá acordado? Al cabo de unos momentos (la noche, de veras, se les venía encima) unas ramas que tocaban el suelo parecieron adelantarse, separarse, empezaron a dejar pasar un poco la luz del atardecer. Cuando quedó espacio suficiente el caballo, que a todo esto había tomado el aspecto de un perro, se fue deslizando entre las ramas como si ya no fuera un caballo. El niño, que se había apeado, se encaramó al árbol para poder sortearlo por encima de las ramas de la copa.

Ahora que estaban del otro lado le agradecieron al árbol por haberles permitido llegar por ese atajo al arroyo Desmochado y, al despedirse, le prometieron visita.

—Uno de estos días volveremos —dijo el niño.

—En cualquier ocasión —puntualizó el caballo.

—Hasta la vista, que les vaya bien —les contestó el árbol al que acudían de más en más pájaros a pasar la noche.

 

 

 

 

Estaba por venirse la tormenta de fin de año. El árbol se movió a derecha, a mano derecha, se movió diciendo no, que no, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha decía no, diciendo no, al empezar a decir no se movió todavía un poquito más pareciendo decir no, que no, parecía decir que sí y que no a la vez, estaba siempre por venirse la tormenta, las dos cosas a la vez, árbol y tormenta a la vez, que sí y que sí se movió hacia la derecha, se movió diciendo no, que sí y que sí, de izquierda a derecha a izquierda, izquierda de árbol, se movió hacia su derecha de ramaje. Tenía siempre pensado ir a visitar al árbol amigo en el mismo pueblo, quedaba en una de las primeras bocacalles justo donde empieza la luz eléctrica. El árbol se movió a derecha, las ramas de la copa se abatieron contra algo desconocido, que no era del cielo del lugar, y en eso el árbol se largó a llover.

 

 

 

Otra vez, desde un abrigo improvisado asistieron a la caída de los primeros goterones seguidos por un relámpago y enseguida por un trueno y otro relámpago que hizo encanecer en un segundo los árboles a la redonda y que les pareció arrancar de entre sus piernas, descargarse con toda la fuerza de que era capaz para ir a perderse en la lejanía del monte. La lluvia se adensó: ahora sí que empezaba a llover a torrentes. En eso estaban cuando un rayo se precipitaba dispuesto a quedarse con la otra mitad del campo. Terminó por abatirse contra un árbol, inerme pararrayos al que fulminó en menos de lo que canta un gallo.

Otro relámpago asomaba de la lejanía y con toda la luz que llevaba a cuestas, zigzagueante y en un fragor de ejércitos exigía la otra mitad del cielo. Pareció que iba a mandarse mudar con todo lo que hallara a su paso y ya convertido en rayo ganaba tierra y cielo hasta perderse en algún lugar del monte.

 

 

 

Esa bola de fuego que pasa rodando a pocos metros del suelo parece pasearse por el campo y aproximarse al lugar en que se guarecen. Se acerca y se aleja a merced del aire al parecer con una idea fija: la idea de perseguirlo al aire ni bien le abre paso y como si quisiera salvarse y salvarlo de una quemadura mortal. Sólo por eso, gracias a esa huida despavorida puede deslizarse por los senderos.

El niño y el caballo ven avanzar la bola de fuego, la ven dudar entre unos árboles, seguir avanzando y dudando por los senderos empapados, pasearse por ellos, fuego y fuego, espectáculo toda ella. El niño no sabe qué nombre puede tener, es la primera vez que ve algo parecido, en espera de saber su nombre la llama "bola de fuego paseandera". Al cabo de su paseo la centella va a perderse detrás de unos matorrales que empiezan a arder lentamente.

 

 

 

 

—¿Te acuerdas de la vez que nos corrieron las avispas?, ¿del enjambre enfurecido contra nosotros que huíamos y que en medio de la huida yo te cubría las ancas con una bolsa que llevábamos con nosotros?

—Eso quiere decir mucho —le contesta el caballo—, quiere decir varias, muchas cosas a la vez. También quiere decir muchas gracias —concluye.

—¿Y de aquella vez que nos perdimos en un maizal, y no había manera de hallar la salida al camino?

 

 

 

El niño va a caballo, va montado en su amigo el caballo. Se dirigen hacia el anochecer que entra en ellos como en su propia casa. Hacia él se dirigen como a una querencia. En este momento el anochecer, el caballo y el niño condicen con la noche que llega y que empieza a penetrar en las ancas del vastísimo animal.

 

 

 

La hora de la siesta. Erase un horizonte y ningún árbol. Nadie. Erase nadie. Érase ningún árbol, érase nada. De ninguna parte, por ninguna parte el caballo. Erase el silencio de esa hora una vez desertada la tierra de colinas. La tempestad quedó atrás. Era el silencio del mar de otrora volviendo a la tierra. En eso el caballo reaparece detrás de unas parvas. Érase el silencio del mar que vuelve después de la tempestad, a paso de hombre el anochecer. Mientras el caballo pasta el niño se sienta a su lado a mirar el agua. Esa tarde el niño estuvo un poco calenturiento.

 

 

 

Antes de trabar amistad con el niño, al caballito criollo de pelaje zaino al que nadie montaba le sucedía acercarse por las noches a otros caballos atados a un poste, la cabeza gacha por el peso de la oscuridad, en espera de su dueño demorado en un boliche por una copa o un truco. ¡El párpado a medio cerrar de un caballo atado a un poste, el ojo las más de las veces a medio cerrar de un caballo atado a un poste en espera de su jinete! El caballito, libre, se acercaba a ellos, los rozaba con el belfo y seguía su camino, siempre en la noche de calles oscuras.

 

 

 

Si el caballo se da cuenta de que el jinete ha tomado una copa de más —y el caballo se da cuenta de la situación en cuanto éste pone un pie en el estribo—, hará lo imposible por asegurarle el regreso e impedir así que el hombre corra peligro de rodar por tierra.

A partir de ese momento el caballo desplegará toda su ciencia, hará lo que no está escrito con tal de que el jinete llegue a buen puerto sin el menor rasguño, el caballo conoce las artes y mañas, infinitas en estos casos, y hasta llegará a deformar el paso o el trote como si de pronto se hubiera quedado rengo o manco, todo por impedir que el hombre mal sentado, o insuficientemente sentado, tenga un accidente. Se encargará de todo esto, con suavidad, con paciencia infinita lo irá llevando a la querencia en medio de la noche. El caballo ve en la oscuridad lo que nadie es capaz de ver, ve los fantasmas que se cruzan en el camino. Conoce a su jinete como sin duda el hombre que va sentado está lejos de poder conocerse, conoce cada milímetro de su cuerpo, se amolda a la forma y conformación de sus huesos, de cada hueso, y los cuidará como a hueso de santo, a cada paso restablece el equilibrio de un cuerpo mal sentado. Y si urgido por llegar cuanto antes a destino, el jinete insiste en castigarlo con el rebenque, lo que en circunstancias normales el caballo percibe como una clara incitación al galope tendido, en casos como éste se hará el desentendido, se convertirá en muía, iniciará un galope pesado, inexperto, de cegatón que pronto abandona como si le hubiera salido mal y con el único fin de ganar tiempo. Preferirá los azotes y el aguijón de las espuelas antes que ver a su amo en el suelo herido o muerto.

 

 

 

A caballo va el niño. Toda persona que los veía juntos yendo por calles y campos decía: "¡Allá va la linda pareja!". Y seguía su camino con la convicción de que para esos dos las cosas habían llegado a su punto, que lo que estaban inventando con ese trote era bienestar a raja cincha, bienestar a todo trapo. No había quien no pensara que en ellos las cosas habían llegado a su punto. Y así era.

 

 

 

Llegaba la época de los grandes calores. Ellos visitaban nuevos lugares, conocían otras plantas, aprendían nombres de árboles diseminados por el campo que parecían puestos allí por el propio paisaje —de lejos como dibujados, árboles que el horizonte dibuja, la mera lontananza los dibuja. Ellos también iban de más en más dibujados por el horizonte.

 

 

 

Muy a menudo les sucedía llevar a beber a los animales que encontraban en el camino, en particular a los recién nacidos, terneros, potrillos y corderos que casi nunca se dan cuenta de que el agua está cerca. Con la ayuda del caballo el niño los arriaba pacientemente hasta un arroyo cercano. Y a los que se abichaban sabía curarlos de palabra, enseñanza que le venía de su padrino, en vida capataz de estancia.

Mujeres, hombres y niños confrontados a imágenes de dos amigos errantes, así como llegaban desaparecían. Pero, ¿cuándo dejaban de andar juntos, de acompañarse?, ¿en cuáles momentos el caballo hacía como si nunca hubiera habido tal niño sobre su lomo de caballo?

 

 

 

Ahora es de nuevo la madrugada. Caballos y jinetes se pueden distinguir de lejos, desde las esquinas del pueblo, en la nitidez que vuelve, pero no a ellos. En algunas ocasiones el caballo pareciera que avanza en sueños, como dormido, que avanza dormido, sonámbulo que sueña, sonámbulo soñando.

 

 

 

Paseaban por la costa de los arroyos en conversación con los árboles, contándose vida y milagros el uno al otro, el uno del otro. Al anochecer el niño cocinaba un pescado recién sacado del agua. A veces llevaban por delante un envoltorio destinado a alguien. Una vez les regalaron una cacerola con que hervir agua o hacer un guiso carrero. Otra vez, en la pañoleta de un terreno cubierto de cardo, el niño con la ayuda del caballo acarreó tierra negra y empezó una huerta. Al cabo de unas semanas, siempre con la ayuda del caballo, cosechó unas dos o tres bolsas de papa que se colocó por delante y que llevaron a vender al pueblo.

 

 

 

Otro día pasaron cerca de un hombre que cortaba pasto. Mirado del lado de los matorrales, sus gestos eran de alguien que corta pasto con una guadaña. Se acercaron a él, tanto el hombre como el pasto que cortaba olían a yuyo fresco. Al cabo de unos días lo volvieron a encontrar y esta vez cayeron en la cuenta de que el hombre olía a yuyo porque se estaba volviendo yuyo, de que no sólo era a yuyo a lo que olía sino que se estaba convirtiendo en yuyo.

 

 

 

Al anochecer, el niño atisbaba con el oído el pasar de los peces en los arroyos, numerosos a esa hora como las venas de la noche. Parecían más callados que durante las horas diurnas, mudos de mudez definitiva. Con la mano el niño pesca dos o tres que enseguida cocina con la ayuda de un fuego improvisado hecho con charamuscas que encuentra debajo de los árboles. Las más de las veces duermen a campo raso, abrigados por los ruidos y silencios de la noche.

Mientras el caballo pasta, el niño, que a veces también come pasto, se sienta a mirar pasar el agua del río. Los demás caballos que los rodean los observan con atención mientras conversan de los temas más variados. En este preciso momento interrumpen la conversación, se hacen los desentendidos como si de pronto dejaran de conocerlos porque ven al cuidador que llega para cambiarlos de potrero.

 

 

 

Decididos esta vez a ir más lejos, una mañana se ponen de camino con rumbo al sol naciente, todavía no saben que después de días y de semanas llegarán a una gran ciudad de la que ignorarán hasta el nombre. Durante el viaje, cuando la fatiga se hace sentir, se paran a un costado del camino, buscan un lugar arbolado donde pasar la noche, nunca lejos del agua de una vertiente. Una mañana pasan por la estancia de los caballos enanos. En una encrucijada encuentran a un hombre que anda en busca de su hijo perdido hace mucho. De su boca oyen la más triste de las relaciones.

 

 

 

Por el camino. Al anochecer el bulto del día que se va enfriando, una isla de árboles, improvisa un abrigo de verdor pronto a recibirlos.

—¿Qué querrán decirnos esos árboles? —se preguntan picados por la curiosidad. En verdad, ¿qué querían decirles esos árboles al borde del camino, árboles a punto de palabra, sino pedirles que hicieran un alto para pasar la noche bajo su fronda?

—¡Quisiera tanto ser esos árboles! —le dijo el niño al caballo.

Los árboles, que son a veces hermano, tío, primo, primo segundo, esta noche eran su padre y su madre.

 

 

 

Temprano una mañana llegaron a los arrabales de la ciudad, enseguida los rodeó el ruido provocado por un grupo de gente, tan diferente de los ruidos y sonidos del campo. Pero lo que más los sorprendió fue el resonar de los cascos del caballo que nunca habían oído con tal intensidad y que provenía del suelo liso, duro, brillante en ciertos lugares y que les llegaba mezclado con los bocinazos de los autos. Ni bien se internaron entre la muchedumbre cada ruido, todos los ruidos se echaron sobre ellos. De pie en una escalera un hombre podaba un árbol con un instrumento que también hacía ruido.

 

 

 

¡Qué fatiga! A medida que avanzan, las casas cambian de color y de olor, casas que fueran a precipitarse sobre la calzada por donde ellos avanzan lentamente debido al tráfico, autos, camiones y peatones que se mueven en trayectorias estrafalarias. El eco de los cascos del caballo en el asfalto es noticia sorprendente para muchos de los que transitan en ese momento por las veredas o que van a cruzar la calle. Como despertados de golpe se arrojan sobre la vereda para evitarlos. Por poco un camión no los atropella, el niño hace una hábil maniobra con las riendas para ponerse a salvo.

Acaso una gran ciudad no ha sido dibujada para un jinete y un caballo. Las casas a ambos lados parecen siempre a punto de precipitarse sobre la calzada. Con cierto resquemor de que se les vengan encima avanzan despacio, de más en más despacio, pero al cabo de unos momentos esas casas de dos y hasta de tres pisos parecen asistir plácidamente a los acontecimientos de la calle, mirarlo todo desde el lugar donde se encuentran, apoyadas unas a otras para no venirse al suelo.

 

 

 

Pronto se enteran de que la ciudad tiene río y allá van al olor del agua, trotando lentamente, recibiendo el saludo y a veces el aplauso de algunas de las personas que cruzan. Por fin llegan a la costa del río. Encuentran que en ese lugar hay gran cantidad de pájaros. Bajo unas arboledas se echan a descansar. Los adormece el cuchicheo de los paraísos.

 

 

 

Un caballo en busca de un niño es algo en que nadie pensó nunca. ¿Y un niño que busca un caballo?

 

 

 

 

(De: El origen de la luz, Sudamericana, Bs.As., 2004)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

VISITAS EN NAVIDAD

 

 

 

Una noche, al ir a cenar, nuestro padre nos esperaba a la puerta del comedor vestido como si estuviera por salir. Nos pidió que hiciéramos lo posible por comer en silencio, a la vez nos mostraba a dos hombres o casi sombras sentados en una extremidad de la mesa (una y otra cosa parecían ser y sin duda eran) cernidos por la intensidad pausada de una lámpara que habían desplazado para que la luz no les diera tan de lleno, lo que ahondaba la impresión de cuadro vivo en que nos sumíamos ni bien encontrábamos nuestros asientos.

Personas acaso, personajes salidos de uno de los cuadros vivos tan en boga en la fiesta de fin de año de la escuela del pueblo, sentados se hubiera dicho, desde la noche antes, se ocupaban en desplazar con lentitud extraordinaria unas cucharadas de sopa que iban extrayendo del plato como en un sueño a cámara lenta, para llevarlas a la boca.

Mi padre aprovechó el corte introducido en nuestra cháchara (nuestra curiosidad y nuestra sorpresa) para explicarnos, ya en súbita confidencia, que los santos varones que honraban nuestra mesa poco o nada hablaban el castellano y que, si bien era cierto que necesitaban restaurar fuerzas, lo que más necesitaban era un silencio propicio a la plegaria —se trataba de monjes errantes— y puesto que en seres tales su verídico alimento consistía en comer rezando. Que sólo a esa condición, su orden —una antiquísima orden itinerante y mendicante cuyo nombre en forma de rima (¿algo así como tiquis miquis?), pronunciado un tanto al apuro por mi padre, nos sonó de curiosa manera— les permitía de vez en cuando salir por esos mundos.

¡Raro modo el suyo de comer! De perfil a la mesa, inmovilizados por poco, vueltos el uno hacia el otro, esa actitud parecía permitirles, como pudimos ir dándonos cuenta a lo largo de la cena, aun sin dirigirse la palabra, no perder el contacto entre ellos. Comían con ademanes mínimos y tan poco probables en la semipenumbra, gestos que iban adicionando a la vez que adivinando con precauciones infinitas: uno después de otro como en una interminable —y también improbable— sucesión de números de una sola cifra, hasta dar con el más que improbable ¡pero tan lentamente! movimiento completo, ida y vuelta de la cuchara desde el plato a la boca. No pude dejar de pensar que nuestro padre —cuyo asiento permanecía vacío— entre cucharada y cucharada tendría sobrado tiempo para largarse hasta el pueblo distante a siete kilómetros, cumplir con su encargo y estar ya de vuelta al trotecito de su alazán por entre los paraísos de la entrada.

Se hallaban, era evidente, en una situación de bienaventuranza; en su interminable pleito amoroso, las mejillas, no la mirada del otro, parecían ser el objeto de ese arrobamiento.

Masticaban como Aquiles debió de haber masticado hasta el final de sus días mortales, perseguido por el fantasma tenaz de la tortuga, ¿y acaso y si tan lentamente masticaban no sería que esos rezos engendraban un ritmo que sólo a ellos pertenecía?

¿En qué consistía el número llamado cuadro vivo que tan de moda se había puesto para las fiestas de fin de año en la escuela del pueblo? Una vez descorrido el telón podíamos observar a tres o cuatro alumnos de las clases superiores haciendo denodados esfuerzos por volverse personajes, atornillados se hubiera dicho, al escenario, acaso al borde del infarto, de la "panne" por exceso de atención, sorprendidos infraganti por el errático descorrerse del telón, encapsulados en un tiempo que no debía ser el nuestro de espectadores, en unas poses señaladas por la imaginación de la maestra, impregnadas de mutismo y cuyo cometido esencial era volver evidente en el más breve lapso —a veces unos pocos segundos podían bastar— una máxima o adagio por todos conocido. Hasta que, lo mismo de inesperado, siempre sin relación aparente con lo que acabábamos de ver, el telón volvía a cerrarse entre los "nutridos aplausos de la concurrencia".

Sólo que esa noche tuvimos cuadro vivo para largo. ¿Qué buscaban en realidad? ¿Buscaban una cicatriz en la mejilla del compañero? Como con ciertos muñecos sucede, parecían incapaces (¿pero de veras lo deseaban?) de levantar los ojos más arriba de un cierto punto: a mitad de camino los detenían en la árida geografía de las mejillas del otro.

Sentados, comían por entregas, se diría que haciendo tiempo, tiempo que años más tarde ellos y nosotros terminaríamos por compartir. Tan atildados allá en lo remoto de su resplandor, apenas si conseguían masticar con la extremidad de la boca el pan que acababan de romper al cabo de un minucioso e interminable ejercicio de índices y pulgares puestos en juego obedeciendo vaya uno a saber a qué consigna de manantiales, los labios en incesante movimiento como si lo que de veras necesitaran fuera ese cuchicheo a un prójimo todavía invisible, siempre a punto de sorprender el vaivén de la plegaria, sentados donde estaban, desde la noche antes, ¡qué digo!, desde que el fuego de la casa fue fuego...

Cuchicheaban. Acechaban. Atentos no sólo a la melopea sedosa de las casuarinas que penetraba por la ventana dejada abierta, al tierno ondular de sus copas que se frotaban allá en lo alto contra la cornisa de la casa y... ¿sabré explicarlo?: esos seres tan distantes de nosotros —¿a causa del vidrio que sin separarnos nos volvía invisibles a sus ojos?— me recordaban los descensos forzosos de alguna que otra paloma mensajera necesitada de recuperar fuerzas: en eso de inviolable que tenía el contemplarlas, en eso imposible de violentar como no fuera con la violencia de la mirada: "se mira pero no se toca": en la paloma mensajera, el anillo de la pata donde se encerraría el mensaje. Remotos como una galaxia, remansados por el vidrio —la voz de nuestro padre al ir a sentarnos a la mesa— que los ponía a cubierto de cualquier riesgo de comunicación inopinada, a salvo de nuestra curiosidad intempestiva, ocupados como estaban en ir detectando con los labios los lugares de la plegaria, merodeo de alguien a alguien, esencia requerida por esencia (recuerdo que uno de mis hermanos ardía en deseos por dirigirles la palabra como si se tratara de extraterrestres en el cielo de casa, por preguntarles acerca del camino... del viaje... del aterrizaje, sólo la distancia sideral que nos separaba lo redujo a silencio).

Como la situación de bienaventuranza no cesaba, al cabo de unos momentos empecé a preguntarme si, aun ignorándolo todo del origen de una bienaventuranza, no podríamos también nosotros penetrar en su eternidad de cuadro vivo.

¡Y de pronto parecían olvidados hasta de respirar, quedarse en un hilo, absortos en su interior de alma!

Pero así como grande era el arrobamiento —arrobamiento por momentos felino— con que sus miradas buscaban las mejillas del otro, en ningún momento intentaron indagar más allá, acaso para seguirse presintiendo, para seguir aplazando las primicias del otro, acaso delectándose, inaugurándose por alusión, dando, una vez más, gracias, toda la noche gracias por alusión, por vecindad tan extrema.

Atletas de la plegaria, capaces de acosar palabras, de proseguir esa alegación durante horas, su querella ante persona escondida —que para nosotros permaneció escondida— hasta que vinieron a llevarse las lámparas. A propósito de lámparas, el encargado de atenderlas fue espaciando de menos en menos sus entradas para poder así contemplarlos a su luz estupefacta, pronto tal vez a ponerse de rodillas ni bien la ocasión se presentara, ¿desearía también él salir por el mundo vestido de cuchicheos?

Por ese arrobamiento (¿estarían sentados a la mesa por las mismas razones que nosotros?) adivinábamos que una instancia superior a ellos —y ni qué decirlo: superior a nosotros—, cuya cara permaneció velada en la semioscuridad, se había adueñado de la pieza, había entrado con ellos con la firme intención de no irse. ¿Y no estarían haciendo tiempo, tiempo una vez más?, ¿con su contextura de hombres de oración fabricando una tela que, a fuerza de usar más tarde en casa, terminaría por hacernos contraer, uno después de otro, la enfermedad del tiempo?, ¿con su plegaria ininterrumpida no nos estarían ofreciendo tiempo, tiempo en bruto, tiempo para que pudiéramos ser capaces un día de tomar un tren sin correr el riesgo de perderlo?, ¿y no seguirían ellos recuperándose ante ese tiempo que sus labios pergeñaban?

Muñecos de Dios hasta donde la metáfora lo quisiera... (¿estarían tan siquiera sentados a esa mesa por las mismas razones que nosotros?... ¿y cuándo podríamos allegarnos a ese tiempo, su tiempo?, ¿cuándo conseguiríamos nosotros asomarnos a él como ante el remanso de un espejo, insinuarnos a ese tiempo?...), sus labios al moverse volvían más patente —en verdad, lo dibujaban— el rincón donde se hallaban junto a la ventana abierta que, como un telón de boca, nos disimulaba ante los incontables espectadores emboscados en la noche. En rémora siempre de un bocado con tal de no perder una sílaba de su largo entredicho con Dios.

En esa ausencia de nosotros en que se hallaban pudimos observarlos cuanto quisimos, hasta el hartazgo, como a figuras de un museo de cera, mostrándose y, a la vez, escamoteándose, imágenes en un libro dejado abierto por la misma página, sin ni siquiera el temor de que terminaran por darse cuenta de nuestra curiosidad, ocupados como estaban en espiarlo a Dios.

¿Y qué tanto tendrían que cuchichearse? Por momentos parecían obligados a apurarse en algún errático final de frase; pero la plegaria, con alguna coma de más o de menos en medio de su desierto, no cesaba, falsa alarma, recomenzaba después de cada pausa...

Pese a las leguas que nos separaban, pese a nuestra evidente falta de preparación en la materia, cada uno desde su asiento no por ello renunciaba a esperar su salario, a entrar, a su vez, en beatitud. ¿Ese momento tan esperado llegaría con el postre?, ¿pero llegaríamos ellos y nosotros en el mismo momento al postre? Como en una carrera de postas, la cosa parecía de más en más incierta...

Como el jinete lanzado al galope extiende el brazo para levantar a un niño y, siempre a la carrera, lo levanta y lo sienta en el anca del caballo, no cesábamos de confiar en que ambas bienaventuranzas aunadas terminarían por llevarnos al éxtasis.

Ahora empezábamos a comprender: no era que sus miradas no pudieran ir más arriba: se trataba, simplemente, de que otra cosa no deseaban, no deseaban sino permanecer en el territorio trabajado a golpes de azada de las mejillas del otro, sin desconcentración vana, sin verse obligados a aventurarse en lo que un ser humano encierra de más profundamente novelesco: la mirada de los ojos.

 

 

 

Pienso en los caminos que esa noche seguían llevando y trayendo gente —pienso que esa noche ningún camino daba en contra de ningún camino—, pienso en la gente que esa noche se dirigía de un lugar a otro, brújulas de intemperie: paulatinamente y a causa de los altos hechos que estas páginas consignan, se convertían en peregrinos.

Quiero decir: los desvelados que a esas horas transitaban por ellos llevando a cuestas un camino, caminos ellos mismos, sustancias hechas de tierra —una lluvia un poco cerrada bastaba para ponerlos fuera de uso— amasadas con la greda húmeda del campo.

Quiero decir que los caminos que rodeaban la casa como la tela de araña rodea a la araña, con su avanzar a tientas estaban esa noche lejos de contradecirse, ningún peregrino extraviaba su derrotero, su pasión más secreta: llegar a conocer el mar.

Que esos peregrinos irrumpían desde todas partes y que en contados segundos formaban poblaciones prontas a desplazarse de un lugar a otro de esta página.

Salir del comedor fue encontrar la muchedumbre de esas caras puestas de viaje (fue por ese entonces que cambió mi manera de mirar un árbol). Que los caminos llevaban a lugares nunca antes sospechados, llevaban al vasto mundo. Y que en el vasto mundo era también de noche.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL ORIGEN DE LA LUZ

 

 

Días y tardes en que la luz, por descansar unos momentos de sus trabajos, al descender de las nubes errantes se posaba en los frutales del fondo de la casa. Allí se daban, arribadas de otro planeta (un planeta suave), oscurecidas por los laberintos de hojas, las plantas de tuna. Al encontrarse con unos charcos, los ponía enseguida de un azul rabioso, furiosa de verse presa en esas nadas de agua capaces, así y todo, de proclamar el cielo. Irascible patrona de estancia, no dejaba intersticio sin registrar, se inmiscuía en los mínimos detalles que la amistad de un yuyo le proporcionaba, atrapada, violenta, luchando por desasirse, por no perder un solo grano de libertad, por no adherir demasiado al texto de esas tardes, iba y venía, no se quedaba quieta nunca, y nosotros con ella.

Luz que venía del aire en procura de una luz de agua: por precipitarse en cuanta laguna o tajamar encontraba, en lo mejor de un hallazgo nos dejaba burlados, se desentendía de nosotros disfrazada de viento repentino, de brisa a ras de pastizal, de pájaro no visto desde hacía años, todo por no dejar nada sin explorar, encender, siempre nos fue imposible saber de cuál, de cuántos manantiales podía proceder; y como los faros de un automóvil en plena noche, terminaba por encandilarnos.

Sobre todo en los aledaños de septiembre, vagabunda al acecho de flores, tozuda, buscando encarnar en árboles, encontrarse con la luz que le dejaba un pájaro, una rama empapándose en el río, otorgándose prerrogativas como abalanzarse sobre cuanta cosa se le pusiera al paso para, sin decir esta boca es mía, despojarla de su secreto, dejarla vestida con el suyo.

Lo mismo con las noticias del cielo, con todo lo lejos y lo alto del cielo, nada en ella que nos hiciera sospechar un alarde de energía, y sin embargo... energías las suyas las más de las veces contradictorias, parecida en esto a las noticias que desde temprano empezaban a llegarnos de la huerta contigua a la casa, barco impresionante de verdura encallado desde el crepúsculo y al parecer para siempre si no fuera por ella que, madrugada a madrugada, lo obligaba, en un estruendo de pájaros, a hacerse a la vela en la persecución del día, no, nadie era capaz de estarse nunca quieto.

En todo momento podía terminar con cualquier pretensión de permanecer en nuestras habitaciones a la espera de un hipotético descanso: en lo mejor del bochorno de una siesta nos sacaba a la desproporción líquida del campo.

Y mañanas que desde temprano parecían destinadas a la búsqueda de una planta perdida. Praderas que éramos y mariposas extraviadas con nosotros en esa profundidad sin fondo, inquiriendo por cuanta intensidad anduviera suelta, estuviera a punto de ser engullida por ella, por nosotros.

 

Mi madre llegó de la ciudad con un repertorio de palabras y expresiones hasta entonces desconocidas en nuestros pagos y que procedían, como ella, de la cuenca del río Uruguay. ¿Se trataba de expresiones y de palabras utilizadas en su casa, por su entorno inmediato?, ¿eran las usadas a diario por los profesores y compañeros de estudios de la Escuela Normal? A menos de poder dar con un tiempo reversible, tal encuesta, a esta altura de los acontecimientos, mucho me temo, resulte imposible de llevar a cabo. Lo cierto, lo casi infinitamente cierto, es que expresiones como "la sorda Amalia, de los dientes de ajo", o "clarito como güevo de tero", se encontraban con las suyas, mejor dispuestas para recibir a las visitas en la sala: "ostentarle la visita a alguien" es, precisamente, una expresión que le oí en muchas ocasiones, sobre todo cuando llegaban visitas sin anunciarse y que ella hubiera deseado pasar la tarde sola, o: "¡cualquier día, che!...", o: "tener más ojos que panza...", o: "¡avisa si sos Quevedo!...", la que, a no dudarlo, llegaba en línea directa de uno de los patios del palacio San José.

 

 

Por esa época, en que cada uno de los personajes de esta historia y de las historias de este libro, desde su puesto en el fondo de los tiempos, asomaba puntualmente cada mañana con su sonrisa, en que mi curiosidad flotaba como un estandarte ávido por encima de campos y caseríos, yo estaba ocupado en aprehender el mayor número posible de personas a la vez, sea en un libro, sea en sus apariciones cotidianas —las sucesivas apariciones de un dios—: a su luz y su sombra, hasta poder abarcar la totalidad del género humano.

Años en que la manera de caminar de alguien, su desplazarse por el campo o en una vereda del pueblo, su manera de decir "buenos días", su estarse de pie, hombre, mujer, niño, corrían íntegramente por mi cuenta.

 

 

 

Solíamos volver de noche cerrada de alguna visita en el pueblo; a esas horas, una luz que brotaba de una ventana o que dibujaba el vano de una puerta aludía a la amistad, brazo alargándose hacia el camino real, decía la confianza, contaba intensidades, nos celebraba a nosotros y a la noche ordenada de alrededor. Podía también ser un poco más tarde de la cuenta, entonces mi madre, preocupada, murmuraba como para ella misma: "¡Ojalá que en casa de fulano no estén con enfermos!...".

En ese auto capaz de avanzar a veinte kilómetros por hora nada ni nadie era destino. Nos desplazábamos sin hacerle ruido al cielo, en todo caso sin más ruido que el de sus propios desplazamientos, que los de las Tres Marías atareadas en las cocinas del cielo. Húmedos corno los cardos que bordeaban el camino, húmedos del rocío de la hora, plantas también nosotros en espera de transformación, echadas a germinar desde hacía tanto para caber en ese jardincito de motor.

 

 

A menudo mi madre, como gran aficionada a las palabras que era, se dejaba embestir por ellas, y éstas venían a sorprenderla, estuviera recostada esperando el final de las maniobras del crepúsculo, haciendo tortas en la cocina, explicándonos una lección, o discurriendo con personas de visita.

A veces, esa irrupción se debía a unas emes o enes que, como vagones que se desengancharan del tren de la conversación, se liberaban de la ganga de vocales que están obligadas a arrastrar en todo momento y ocasión, empezaban a emitir una intensidad que sólo a ellas pertenecía y que, en contados segundos, llegaba a ser árbol fulgurante de señales, unas bastardillas, las de un primer verso, que inundaban el recinto de su mente.

En otras ocasiones, les correspondía a las íes esta función de correveidiles, la ponían ante un manantial de cuchicheos y sospechas, convidada a colores, a sonidos, a silencios que llegaban rimados, estaban ahí, como retrasadas ante esa persona que seguía de alguna manera siendo ella, devueltas a la vida.

También estaban las que llegaban para sentirse inmediatamente cómodas en la semipenumbra obstinada de su cuarto, como si ese crepúsculo con el cual se deleitaban fuera lo que mejor se avenía a su condición de mariposas efímeras.

Pero de entre la cantidad de consonantes y vocales, entre dos visitas, entre dos tareas, entre dos silencios, eran siempre las íes las más deseosas de brindarle compañía allá en la penumbra de su cuarto de viudez.

 

Para escribir, me encierro en una habitación de unos siete metros por cinco, antiguo depósito de vituallas, por ese entonces destinada a fabricar y remozar los colchones de la casa (una máquina de cardar lana me hacía pensar irresistiblemente en los padres de Cristóbal Colón), habitación bastante alta de cielo raso y alejada del movimiento general de la casa. Esa altura, me digo todavía hoy, me venía de perillas para conservar aunque más no fuera por algunos segundos las cuatro o cinco imágenes que solían llegar siempre al mismo tiempo y que yo me disponía a anotar cuando ya otras, lo mismo de repentinas, lo mismo de urgentes y de prontas a desvanecerse en el acto, pugnaban por ascender a la superficie.

Esa habitación, destinada ahora a las musas, tenía una gran ventana y dos puertas que, si se las dejaba abiertas, no tardaban en ver aparecer una que otra gallina apartada de la grey y cuyo canturreo, falsamente distraído, era prueba de que buscaba un rincón donde poner el huevo, su inspiración más blanca. También por esas dos puertas, fascinadas y a la vez equivocadas, se introducían unas polladas jóvenes en sus primeras incursiones sin la madre. Fascinadas de colonizar nuevos territorios y casi enseguida muertas de miedo por tener que verse en la obligación de avanzar resbalando en la baldosa.

Oigo a don Isaías que se apea del caballo (como casi siempre, su espléndido malacara) frente al portón de entrada borrado por los rosales. No sin antes, siempre de a caballo, haber golpeado las manos para alertar a los perros dormilones de la media mañana. Lo oigo que penetra en la casa para siempre silenciosa, oigo el ruido de las espuelas que, nunca se sabrá si por coquetería campesina o por la edad, va dejando arrastrar por las baldosas; empezar, mientras se compone el pecho, a preguntar por cuanta vaca parida de recién o a punto de parir, preguntar por cada uno de nosotros, los presentes y los ausentes. Para terminar, en un tono inesperado de confidencia, preguntándole a mi madre si ya estoy escribiendo las páginas más lindas del mundo.

 

 

Aparte de esa idea casi fija, don Isaías era gran aficionado a las estrellas. La noche, luego del largo día de trabajo, se las traía, las dejaba encima de su casa, era para él un regocijo quedarse observando, a veces durante horas y por tiempo despejado, esas visitas tan dignas de amistad. Disponía en los fondos de una especie de palomar que en mi recuerdo y a medida que recorro el mundo ha ido cobrando la forma de un torreón al que siempre conocí derrumbado en parte por un rayo. En esa pieza, que, mirada desde el camino real, podía también recordar a un carromato de gitanos empantanado o a la habitación de un anacoreta, se pasaba horas averiguando el cielo, acompañándose de un animado monólogo que a él, acostumbrado como pocos a tener siempre un interlocutor a mano, habría de parecerle el más animado de los diálogos ("si no tiene con quién, don Isaías es capaz de hablar con los cascotes", afirmaba la gente). Y estrellas podía haber que, con tal de que les dirigiera la palabra en su castellano de los montes, dejaban de parpadear (era la señal convenida) para que las planicies del cielo empezaran a aproximarse, los arrabales borrosos a entrar en un ritmo o brujuleo desconocido hasta ese momento: para que don Isaías, desde ese lugar remoto, como lo son todos los lugares de la Tierra, consiguiera darles cabida en sus historias de hombre que va sentado en el suelo natal.

Noches que eran del verano eterno. Esa energía infinitamente generosa solía disponer en sus manos de persona de escaso dormir una interrogación que iba y venía, que no por encarnar en hombre desvelado, dejaba de convertirse, también ella, en desvelada respuesta.

Horas tan poco sólidas en que el campo se remansaba y las estrellas, una a una, entraban en el rudimentario telescopio tendido hacia la oscuridad como una mesa de banquete.

Como los nombres de esas estrellas le eran desconocidos, los reemplazaba por los para él más familiares de sus hijas, de su mujer, de su anciana madre política, de sus amigos más íntimos. Digo: las nombraba pero también digo que como en las antiguas cosmogonías hacían unos seres destinados a los trabajos del cielo, las invocaba con precauciones infinitas, las iba atrayendo hacia él con el mismo rigor con que atendemos los rasgos de la cara de una persona querida.

Mantenía a través de lo descampado de la hora interminables conversaciones con esas substancias errátiles, rescoldos ínfimos con aquel desplazarse breve de la arena ante la ventisca, que se le aproximaban en prueba de fragilidad, fragilidad en la que unos y otros andaban y, a la vez, señales indestructibles si se consideraban las cosas desde ese cielo saturado de fugas como un mediodía de ciudad.

 

 

Y de pronto, el cielo de más lejos, ya en confianza, empezaba a llegar, abundante, también él a entrar en otro ritmo, a derivar con un sonido de hojas, más y más leve todavía, las hojas que a toda hora se desprendían de la trama espesa de los eucaliptos de la entrada, despacio, cada vez más, dentro, como si ese bulto en que llegaban a confundirse, empezara a emitir una soledad como no se encuentra en nada, mineral, vegetal ni humano o sólo cuando ya ningún ritmo solicita y el planeta va entrando en una vía muerta.

El total del árbol, la noche, órbita del palomar desertado, unas libélulas criadas para la oscuridad, nacidas ciegas para la ocasión, rápidamente desvanecidas, árbol dispuesto para un juego entre planetas. Y don Isaías, de su asiento, empezaba a decirse que en ese cielo, como en sus campos, todo estaba en orden perfecto.

 

 

 

A mi madre, lejos de inquietarla nuestras correrías por el campo, que podían a veces durar días, gustosa las amadrinaba. Con impaciencia aguardaba nuestro regreso.

Ahora que ella descansa en la tierra de junto al Uruguay, me parece estar escribiendo de un largo día único que pasé en compañía de unas lomas para siempre verdes. Bastaba que uno de nosotros llegara con la noticia de haber encontrado un árbol desconocido en el campo para que la casa conociera el alboroto de las grandes ocasiones y, así se tratara de un lugar de difícil acceso, empezaban enseguida los preparativos para ponernos de camino.

La primera mañana favorable, nuestra excursión, preparada hasta en sus mínimos detalles, se ponía en movimiento. Durante el trayecto, nos ocupábamos en pergeñar una obrita de teatro que nos permitiera entrar en contacto con el árbol. En ella figuraban elementos invariables como los siguientes:

 

—¿Es usted un ombú?
—No, no soy (o soy) un ombú.
—¿Es usted un paraíso?
—No, no soy (o soy) un paraíso.
—¿Es usted (o: ¿sería usted?) un asno?
—No, no soy un asno...

 

Dejando de lado las discusiones sobre los preparativos de diálogos y entonaciones, el clima de nuestra compañía ambulante distaba de ser extravertido, una cierta expectativa (¿la espera de cuáles imágenes?) nos exponía más bien al silencio.

Esa expectativa pronto se veía recompensada: mi madre comenzaba a enumerar los nombres posibles de las lomas sobre las cuales andábamos; al nombrarlas —y siempre, se hallara donde se hallara, un árbol de ciprés no lejos de ella— nos parecía como si se hubiera puesto a soñar en voz alta. Nosotros, desde el Everest de nuestra juventud, las saludábamos complacidos a causa, es seguro, de los nombres que les iba dando. En esos momentos, el centro del universo, tan reticente en mostrarse, no debía andar lejos.

Semilla arrastrada por el viento, excremento de un pájaro en vuelo, el breve árbol ya estaba ahí, a nuestro alcance, resucitado, aguardando nuestra llegada. A su proximidad, apremiada acaso por no se sabe qué recuerdos de caminatas de otro tiempo, mi madre se ponía a cantar. Uno de nosotros, designado por sorteo riguroso, era el encargado de golpear las manos como si nos detuviéramos ante la puerta de una casa con la decisión de ser recibidos.

Seguían unos momentos semejantes a cualquier espera. Al cabo, el árbol, encarnado por otro de la compañía, interrogaba "por la luz de esas personas". Se entablaba una breve conversación con la luz del árbol.

De nuevo nos dirigíamos al árbol: ¿nuestra luz de personas sería de su agrado?, ¿nuestra luz de personas no le convenía?, ¿por qué, si no, ese silencio obstinado de su parte? En esa ocasión que rememoro, una brisa se puso a circular como sin causa entre las ramas incipientes.

Venía ahora el momento de rodearlo con un alambrado para evitar que los animales dieran cuenta de él. Para lo cual, habíamos llegado provistos de una pala de puntear, de alambre y de postes. Era una alegría turnarnos para cavar los pozos en una tierra blanda, acostumbrada al arado, enterrar uno a uno los postes, echarles tierra y apisonar bailando o con el mango de la pala, rodearlos luego con alambre, en lo posible de púa, para que el arbolito pudiera crecer en paz.

Ya a todo esto, el hambre se hacía sentir, abríamos la canasta con las provisiones y, entre perros y personas, rápidamente dábamos cuenta de ellas.

De una de esas expediciones me acuerdo que al abordar el árbol nos encontramos con que unas vaquillonas descansaban alrededor de su cuasi inexistencia y como a la espera de una sombra que habría de tardar años.

 

 

¿Y aquella calandria pardusca del año cuarenta?, ¿por qué su repentina insistencia en que la recuerde en estas páginas? ¿A causa del memorable mal humor de que dio muestras y que era sin lugar a dudas congénito?

Había anidado en la parte superior de la puerta de uno de nuestros dormitorios, lugar adonde raramente íbamos durante las horas del día, de ahí que sin que hubiera podido consultarnos había dispuesto del tiempo necesario para construir su nido y poner huevos.

Pero hete aquí que, a su vez, sin que nadie la consultara a ella, llegaron visitas de Buenos Aires con varios niños.

El mapa afectivo de la casa sufrió grandes modificaciones, enseguida perceptibles: la manera de jugar de los porteños no se parecía en nada a la nuestra. Así, cada vez que su escandido silencio de calandria era interrumpido —¿y quiénes podrían ser esos pequeños seres ocupados durante horas en perseguirse unos a otros por la galería en lugar de tratar de liberarse de la tiranía del suelo y salir volando por el campo?—, eléctrica, como si la provocaran en duelo, empezaba a mostrar la gama de sus agudos que era asombrosa. Esas notas podían redoblar de intensidad si alguno de nosotros, extraviado en esa galería que de pronto parecía de otra casa, golpeaba sin querer la puerta atentando así contra la paz creadora de calandrias.

Pero gracias a su paciencia sin fallas por defenderla logró que hacia el otoño, con la llegada de los primeros chaparrones y una vez que las visitas se hubieron despedido de cada una de las personas de la casa, terminara su simple magisterio que consistía en obligarnos a pensar en ella cada vez que uno de nosotros se disponía a abrir o cerrar esa puerta. Hasta que un buen día, sin más, ya nadie se ocupó de cerrarla.

 

 

Eran las buenas épocas para disfrazarnos por el menor pretexto. El material que utilizábamos era lo de menos, a veces un simple letrero podía bastar: "Escolopendra", o: "Bella del Bosque Durmiente", o, pretensiosamente: "Campo".

Con las primicias del atardecer, en eso que parecía retroceder lo más fuerte del calor, nos presentábamos con nuestros atuendos ante las personas de la casa que, a partir de ese instante, quedaban automáticamente disfrazadas de público. Otras veces, fingíamos andar perdidos y nos llamábamos desde patios diferentes, o bien nos dábamos los nombres de las visitas de la tarde anterior como si todavía estuvieran en casa o como si se tratara de la misma tarde (esa treta, invariablemente, la sacaba a mi madre de la pieza).

Recuerdo que para unos carnavales entramos al corso florido del pueblo disfrazados de palabras y que uno de mis hermanos, en la flor de la juventud, llegó disfrazado (iluminado, diría yo) de la palabra AMOR. Dado lo práctico de nuestros disfraces, no tardaron en ponerse inmediatamente de moda y esa misma noche, en el baile del café "Botafogo", los vimos que se multiplicaban por decenas.

 

 

Ya para esta época muchos de nuestros vecinos, que eran inmortales, don Isaías entre otros, se habían ausentado sin decir adónde iban. Aquella manera tan estilizada, alegórica por poco, que teníamos de aparecer en algunas fotos, ¿una obligación, una tarea más de los años?, también había cambiado.

Recuerdo: el verano estaba en su apogeo cuando ella, que de más en más tenía el presentimiento de las estaciones, advirtió en unos árboles los primeros síntomas del otoño precoz. Fue por ese entonces que emigró a la provincia de Buenos Aires.

Ahora que abandonaba el lugar adonde la suerte la había llevado, en cualquier ocasión podría poner en juego su cuantiosa memoria. Al emigrar esta segunda vez cuidó de llevar consigo las lámparas que desde los años habían acompañado nuestras veladas, y pese a que en la ciudad disponía de corriente eléctrica a cualquier hora del día y de la noche.

Pero he aquí que en una ocasión, en medio de la cena, se produjo un apagón. Ella, que en esto se parecía a doña Leonor Pérez, la madrina de Aurelia Campodónico que las conservaba siempre a mano y listas para servir, las fue encendiendo una a una a la vez que las disponía junto a cada una de las ventanas de la casa.

Casi enseguida, varios vecinos, intrigados, comenzaron a golpear la puerta de calle para preguntar el porqué de nuestra luz: ¿cómo es que no había corte en casa? (...), ¿no sería porque la casa se hallaba en esquina?...

Al cabo de un largo silencio golpearon de nuevo. Al ir a abrir, una persona nos sonreía y, era evidente, sonreía desde antes de que le abriéramos. Se quedaba de pie como en un patio en los fondos de una casa a oscuras. Esa sonrisa se extinguió de pronto, sus labios siguieron cerrados y hasta como borrados entre las demás pertenencias de la oscuridad. Transmitía humedad, un relente que no parecía provenir de él sino del estuario, de las baldosas sueltas de la vereda.

En ese baldío sin fondo de la esquina permanecía erguido.

No preguntó ni dijo nada.

Oíamos el ruido de más en más metálico de sus pasos que se alejaban en la oscuridad.