LA MARCA DEL GUALEGUAY

Soy de Gualeguay ande marcan en la cara al que no es de lay.

(Gualeguaysiada) A. V.

De repente, se iluminó la mesa, al entrar en el marco de nuestra vidriera el porte espectacular de una pebeta casi veraniega, cuyo paso, elocuentemente adorna­do por la naturaleza, iba creando un murmullo de admiración en la vereda por donde transitaba con lenta indiferencia de estrella.

Estábamos en el “Café de los Angelitos”, a esa última hora de la tarde en que la calle Rivadavia hormiguea de gente que huye del trabajo, en procura del me­dio de transporte que la devuelva lo más pronto al hogar. Pero ni tiempo tuvi­mos de comentar lo que el Mono Taborda habría llamado “el paseo de la potran­ca”. Porque, en ese mismo momento, por la puerta de la ochava, hacia donde habíamos enfocado ávidamente nuestras visuales, entró al café un tipo alto, de chambergo gris, requintado a lo capador, y lengue del mismo tono, armonizan­do con el de su melena tordilla, con el de su barba cortona y rala.

—¡Sandié como dicen los porteños! —exclamó por lo bajo, el doctor Bulnes, suspendiendo el mordiscón al especial de salame—. ¡Manyen... qué angelito!

Barrueta, más conocido en la rueda amical por El indio Pluta, clavó en mí su mirada de iguanón macho, diciéndome con aire sigiloso:

—¿Te fijaste, hermano? ¡Qué lindo barbijo! ¡La marca de Gualeguay...!

El desconocido se había sentado a una mesa no muy distante. El mozo acaba­ba de servirle un café y una ginebra doble. Cada vez que levantaba el pocilio o la copita, para beber, su ligero movimiento de inclinación de cabeza permitía ob­servar, a favor de una luz que lo tomaba de espaldas, la huella evidente de una antigua cicatriz que le corría desde la patilla, arriba de la oreja, hasta el ángulo del mentón. La barba rala y canosa apenas lograba disimularla.

La marca de Gualeguay, en efecto, como había dicho Pluta.

Para mejor, de los cinco integrantes de la rueda (donde yo parecía una galleta entre pasteles, porque los otros cuatro eran doctores: Edgardo Bulnes, Gualberto Hourcade, Alberto P. Barrotaveña y Zenón Godoy), tres éramos de Gualeguay.

—Habrá que verle la otra carretilla —dije yo—. Porque tengo entendido que la marca de Gualeguay era un barbijo de oreja a oreja...

—Mirá: sobre eso puedo decir algo —respondió Pluta—. La marca de Gualeguay, como vos sabés, consiste en una insinuación de barbijo y, por lo tanto, es un tajo más bien superficial, para no herir demasiado; nada más que lo necesario para dejar una señal indeleble. De modo que lo común debió ser mar­car un solo lado de la cara, desde la oreja a la pera. Un tajo de oreja a oreja, en cambio, supone un esfuerzo que puede ocasionar el degüello...

—Bueno, che: ¡déjense de macanas! —interrumpió risueñamente el Ñato Bulnes—. Mire, Amaro, no se deje engrupir por este indio viejo... ¿No ve que esa famosa marca de Gualeguay es una compadrada que inventaron los Barrueta para darle importancia a su pueblo...?

Zenón Godoy, hijo de don Juan Rosa Godoy (q.e.p.d.), bastante más cachorro que nosotros, había escuchado el diálogo como quien se está enterando recién de un asunto. Pero, ante la salida socarrona de Bulnes, se descolgó con esta preguntita:

—A propósito: ¿ustedes saben cuál es el origen de esa famosa marca, de dón­de le viene el nombre...?

La pregunta del tierno nos agarró sin perros. Y los otros dos gualeguayenses, Pluta y yo, tuvimos que confesar nuestra ignorancia al respecto, mientras el indio Hourcade nos gozaba, con sonrisa vinachona, por el hecho de que la prue­ba de suficiencia gualeya revelaba que estábamos fallos al palo.

—Bueno, yo no puedo certificar el hecho con testimonios históricos irrefuta­bles —prosiguió, entonces Godoy—. Mi fuente informativa no ha sido la historia sino la tradición oral...

—Que sigue siendo nuestro guía más fiel en casi todo lo relacionado con la verdadera historia del país —acotó seriamente Hourcade.

—Y digo la tradición oral —continuó Godoy— porque los datos del caso los conocí por referencia verbal del doctor Héctor Aseguinolaza. Supongo que us­tedes, los de Gualeguay, lo conocen...

—¡Y no! —exclamó Pluta—. También lo he conocido al padre. ¿Vos no te acordás de él, negro?

—Sí; ¡cómo no me voy a acordar de don Félix Aseguinolaza! —respondí a la pregunta de Barrueta—. Claro que lo recuerdo un poco vagamente, porque lo conocí siendo yo muchacho chico. Hasta éramos medio vecinos, pues los Aseguinolaza vivían también en calle Bartolomé Mitre, a una o dos cuadras de la esquina de San Lorenzo, donde estaba nuestra casa, en Gualeguay. Todavía recuerdo patente la vereda alta de la casa de ellos, que estaba más para el lado del río, de donde sabían venir las inundaciones. La casa tenía en la ochava, un ancho balcón de material, con balaústres, que correspondía a la sala, y a través de cuyas celosías sabíamos escuchar el piano, tocado con muy buen gusto por la esposa de don Félix, una de las Eguiamendía. Tenían tres hijos: Héctor, Celso y Diego. Héctor, el mayor, se recibió de abogado...

—Yo sólo conocí a Héctor, el abogado —continuó Godoy—. Fue él quien me informó sobre el origen de la marca de Gualeguay. No sé si conocería el hecho por referencia paterna...

—Bueno, amigo, suelte el rollo —intervino Bulnes, procurando que el tema se concretara—. Cuente cómo fue la cosa. Y no les dé calce a las interrupciones de estos otros gualeyos porque, si los deja ponerse a evocar el pasado del pue­blo, ¡estamos lucidos!

Se renovó el copetín, comenzaron a humear los cigarrillos y Godoy entró a mover la singüeso:

—Si no mienten mis cartas, el antecedente se remonta a la época de la guerra del Paraguay. Parece que, al comienzo, el gobierno nacional se vio en apuros para reunir tropas destinadas a guarnecer la frontera del Alto Paraná y evitar las auda­ces incursiones de las bien organizadas fuerzas de López, el tirano paraguayo. Dice que los argentinos, en su inmensa mayoría, no simpatizaron con esa guerra. El caso es que el gobierno del general Mitre, ante las dificultades con que trope­zaba para reunir de inmediato contingentes voluntarios, tuvo que echar mano a todas las fuerzas con que contaba, incluyendo los contingentes de destinados...

—¿Los comienzos de la guerra del Paraguay? —interrumpió Hourcade—. ¿Eso quiere decir que nos estamos remontando al año 1865, nada menos? Casi un siglo...

—Casi un siglo, en efecto —asintió Godoy—. Pero en cuanto al antecedente, es decir, por lo que respecta a los destinados...

—¡Ah! —volvió a hablar Hourcade—. Se llamaba destinados, si no me equi­voco, a los individuos que se enviaba, para que purgaran la comisión de delitos comunes, no siempre reales, al servicio de fronteras, vale decir, a contener los avances y malones de los indios pampas...

—Exactamente —confirmó Godoy—. Y, de la frontera con los indios esos con­tingentes de destinados pasaron entonces a la frontera con el Paraguay.

Los destinados... El calificativo nos llevó a evocar el rudo espectáculo de la movilización de aquella tropa, poco menos que irregular, acantonada en los for­tines, donde promiscuaban inocentes y culpables. Imaginamos el aspecto semi- salvaje de aquellos guerreros gauchos, clinudos y barbudos, vestidos con las prendas más disímiles, arbitradas por el ingenio personal o la inspiración de las circunstancias, que sólo uniformaba elementalmente el foráneo quepí francés, con la ancha visera requintada y el fino barboquejo trancado atrás, sobre el occipital, en la cerdosa melena. Nos parecía verlos pasar pertrechados con un armamento tan primitivo que sólo podía hacer yunta con su vestuario de ilotas: lanzas de tijeras enastadas en largas tacuaras, boleadoras atadas a la cintura, corvos latones del tiempo de las guerras de independencia y alguna que otra carabina, de las de cargar por la boca. La oficialidad se diferenciaba apenas de la tropa: además del quepí, llevaba chaquetilla y espada.

Y  esos contingentes gauchos abandonaban el bárbaro escenario de la fronte­ra del sur, donde se habían jugado el cuero en los encontronazos, a lanza seca y bola, con la aguerrida caballería de los pampas indómitos, para subir —atrave­sando las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes— en busca del Alto Paraná, donde los esperaban los entreveros, aún más cruentos, con los belicosos paraguayos. Culpables e inocentes, míseros y fieros, transitan­do de heroísmo en heroísmo, iban a hacer patria para otros, puesto que a sus hijos los vio Martín Fierro “arando pa que otros coman”...

—El caso es que, terminada la guerra, los restos de aquellos contingentes de destinados —siguió relatando Godoy— bajaron hasta Entre Ríos, de vuelta a la provincia de Buenos Aires, donde iban a ser licenciados. Pero no sé si porque el gobierno nacional no quería tener más problemas con ellos o porque su paso por la ciudad de Buenos Aires podía agravar el de la epidemia de fiebre amarilla, como se argumentó, el hecho es que decidió licenciarlos en Entre Ríos. Y así fue como quedaron los destinados de nuestra provincia...

Conociendo su estampa en el viaje de ida, poco cuesta imaginar la que ten­drían los que alcanzaron a volver, con cinco años de guerra a los tientos: más andrajos que uniformes, rasgos curtidos por la furia bélica, miradas filosas, cuer­pos castigados por las privaciones, las armas, el clima hostil y las sabandijas de la naturaleza subtropical. De yapa, el alma enfriada por la diaria ferocidad del asesinato en masa. Y con ese épico resto de vida amenazado, todavía, por la saña traicionera de la peste (cólera y fiebre amarilla), que venía haciendo estra­gos en la población del país empobrecido, como otra consecuencia general de la prolongada contienda, coronada —eso sí— por la victoria de las armas... En se­mejante estrago moral y físico ¿qué luz de conciencia social podía sustentarse?

—Al licenciar en Entre Ríos a los antiguos destinados, dejándolos desparra­marse por la provincia, es claro que se les hizo efectiva una paga —prosiguió Godoy— y se les distribuyeron raciones, especialmente de vicios (yerba y tabaco). Pero cuando la modesta paga de milico y las cortas raciones llegaron a su fin, esa gente se vio como carta de más, en pago ajeno y librada a su propio arbitrio para mantenerse. No habiendo, entre ellos, un manso para acollarar con un arisco, se dedicaron a bandidear, como en país conquistado. En general, ganaron la Selva de Montiel, tupida y vasta, que cubría el centro de la provincia, de norte a sur, desde Feliciano hasta Gualeguay, estableciendo sus centros de actividades en tan seguro refugio. De allí salían a procurarse lo ajeno, en pandillas o individualmen­te, de acuerdo a su índole personal o a la magnitud del delito planeado. Carneaban ajeno, robaban en poblado, asaltaban viajeros, estancias o pulperías y, cuando las víctimas se resistían, asesinaban sin asco. Las autoridades locales resultaban impotentes para reprimir las feroces incursiones de aquellos alevosos...

—¿Las autoridades...? —interrumpió Bulnes—. ¿Y qué autoridades podía ha­ber, al menos, estables? Porque, casi enseguida de terminarse la guerra con el Paraguay, la situación de Entre Ríos se complicó a raíz del asesinato del general Urquiza y los hechos político-militares que le sucedieron...

—La invasión de la provincia por el ejército nacional —acotó Hourcade— y el levantamiento armado del gobernador López Jordán.

—Todo eso es muy cierto —admitió Godoy—. Y todo eso contribuía a favore­cer las actividades delictuosas de los antiguos destinados y de sus compinches locales, cuyas tropelías venían cebándose en la relativa prosperidad del depar­tamento Gualeguay. Fue entonces cuando, por iniciativa de algunos mozos de­cididos del pueblo, la juventud gualeguayense resolvió organizarse en una espe­cie de milicia vecinal o popular, con el objeto de reprimir tales desmanes y escar­mentar a los forajidos, que llevaban su audacia hasta el extremo de merodear por el mismo pueblo. Y, muy pronto, la acción de esa joven milicia popular, desple­gada en toda la campaña, hizo sentir su influencia benéfica en el departamento, pues los forajidos comenzaron a desaparecer gradualmente...

—¿Qué? —inquirió Bulnes—. ¿Los exterminaron a bala?

—No, señor —aclaró Godoy—. Es posible que a algunos habrán tenido que ulti­marlos, seguramente... Pero el propósito de la mozada gualeguayense no era ma­tar: a fin de cuenta, se trataba de delincuentes que, en otro tiempo, habían hecho patria... La justicia popular no mataba: escarmentaba. Y fue original el procedi­miento: a los delincuentes se los perseguía, se los peleaba y se los marcaba en la cara, con un tajo, para reconocerlos por aquella señal infamante. Y es claro que a los marcados se les negaba, en todas partes, el pan y la sal. Además, creo que se los escarmentaba definitivamente, también a cuchillo, si se los pescaba en reinci­dencia. Lo cierto es que el procedimiento hizo roncha, pues limpió de forajidos el departamento. Y, a poco andar, la señal fue reconocida en toda la provincia como la marca de Gualeguay, nombre que hizo leyenda y perdura hasta el presente.

—Interesante referencia —comentó Hourcade—. Por lo visto, se trata de un hecho histórico, es decir, real —y agregó, sonriendo—: La marca de Gualeguay no es, pues, una simple compadrada de los Barrueta, como pretendía el Ñato Bulnes, ¿no, che, Villanueva?

—Pero hay otra circunstancia digna también de anotarse... En el 83, año en que se cumplió el primer centenario de la fundación de Gualeguay, tuvieron lugar las elecciones de gobernador, en que triunfó el general Racedo. Dicen que el proceso electoral empezó muy tejido, entre los partidarios de Febre y de Racedo. Y, entonces, los amigos de éste comenzaron a traer gente de avería, para presio­nar al electorado. También comenzó a caer gente de esa calaña a Gualeguay. Y sucedió que aquellos mozos que, en 1870, habían organizado la milicia vecinal contra los destinados, volvieron a estrechar filas -siendo ya hombres con toda la barba y con familia a la cola- para oponerse a las violencias de los racedistas. No sé lo que habrá de cierto en la referencia, también de fuente oral, pero la verdad es que la marca de Gualeguay volvió a cobrar actualidad, y ese departa­mento fue el único donde el general Racedo perdió la elección...

—¡Vale trago! —exclamó Barrueta, invitando con otra vuelta de copetines.

Y así fue como vino a escribirse, en pleno corazón de Buenos Aires, esta pági­na que recoge de la tradición oral -antes que llegue a perderse en el rápido curso de la vida cambiante del país, que ya ha sumergido en el olvido tantos testimonios veraces del pasado nacional-, los antecedentes históricos de la hoy legendaria marca de Gualeguay. Es un dato más para la historia de esa ciudad, que alguien escribirá algún día.

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