MAESTRÍA DE NARRADOR

Por José Portogalo

Si no conociéramos Versos para la oreja, Crítica y pico y Son sonetos bastaría solamente La mano y otros cuentos para situar a Amaro Villanueva entre los escritores de mayor carácter en nuestro país. Y de los más significativos, agreguemos. Resulta curioso compro­bar cómo el poeta de aquellos inolvidables aciertos de su libro primigenio continúa airean­do en limpia ejecutoria, con acusada personalidad, el hondo cauce verbal que ínsitamente contiene lo medular interior.

Este escritor argentino, específicamente entrerriano, se gana en profundidad a medida que su conciencia va afirmando sus convicciones sobre los módulos que tocan su entraña. No hace esteticismo baladí, literatura de literatura, acopio libresco u otras añagazas del mismo tenor. Amaro Villanueva jamás soslaya el filo que le presenta la realidad; por el contrario, penetrán­dola hasta el hueso, la interpreta de acuerdo con sus principios de hombre del pueblo. Enfren­ta el quehacer literario a cara descubierta, seguro del paso que va dando. Para Amaro Villanueva el escribir no es un lujo de la ociosidad; tampoco un conformismo evasivo, ni siquiera un ejercicio de la inteligencia inconformista, sensible e inquisidora, que se agudiza en preguntas; en él, escribir es una necesidad. Cuando tiene algo que decir, esto es, cuando se siente impeli­do por un empuje interior, sale a decir abiertamente sus cosas. No especula con esto o con aquello. No se demanda en malabarismos teóricos ni fabrica una “problemática” sobre diver­sas modulaciones intelectuales, que va desde lo europeo a lo americano o viceversa, desenten­diéndose de lo nuestro. De ahí la multiplicidad de sus aciertos. Se vale de un idioma que todos entendemos; pero la cualidad particular del lenguaje que maneja en su prosa “conversacional”, aflora recreada en ininterrumpida fluencia del habla popular perteneciente a la consa en sí; sin quitarla de la tierra madre, la amplía en resonancias afectivas y transfiguradoras.

“La ancha puerta, casi cuadrada en sus dos hojas recias, con sus tremendos pivotes y goznes oxidados, nos daba la espalda sorda, extasiada ante la noche sencilla de los pastizales y los trigos”, es una puerta ojeada por el protagonista de Luz recta, en momentos en que se ve venir la muerte encima; ese segundo de madura lucidez que abulta el miedo, está objetivado con una adjetivación insustituible, precisa y esencializada además sobre lo intuido. La imagen cae como anillo al dedo. Con la muerte espiándolo desde el agudo par­padeo del puñal, el protagonista de uno de los cuentos más valiosos del volumen penetra el misterio de las sombras y capta esa realidad de la noche extasiada sobre los pastizales y los trigos. Sin embargo, eso no es todo. La imagen remata con un acierto de lacerante escalo­frío anímico: “Y ni una sola palabra. La muerte no las necesita”.

Hablar de folklorismos, conocimientos filológicos y otras yerbas afines, es constreñir lo válido de La mano y otros cuentos. Enumerarlos, someterlos a la férula de la petulancia crítica, es caer en anotaciones de almacenero o en minuciosidades de covachuelista del ensayo, en el mejor de los casos, que oficia de filatélico del “hallazgo”. Todo eso es parte intrínseca, total, armónica y melódica del espíritu creador; no son accesorios ornamenta­les para cubrir las partes inválidas o los cueros descubiertos de un relato, sino elementos vitales que se sueldan y vivifican el palpitante organismo de un cuento o una narración del libro de Amaro Villanueva; éste describe, narra e interpreta al mismo tiempo, transfigu­rando todo aquello que articula su sensibilidad. Pepita de un mismo carozo, hito de una misma patria, latido de una misma corazonada, el verbo hace lo suyo, engarzando las rela­ciones del conjunto en prieta y expresiva síntesis; en este caso, del tema que lo preocupa e inquieta.

¡Pero cuidado!, la socarrona campechanería, el ademán confianzudo que Amaro Villanueva se gasta en cada uno de sus libros, y, en particular, en este que comentamos, no entran en el manoseado juego de la sencillez buscada deliberadamente; esto es, planeada con antelación al impulso creador. Amaro Villanueva simplifica sin incurrir en la simpleza ni dejarse sobornar por lo que se acomoda a lo más fácil. De ahí que lo anecdótico no pierde calidad; por el contrario, se profundiza. Su hermosura, ese relieve de lo jugosamente expresado, estriba en esa constante de lo espiritual que se macera y conjuga dentro de un orden, que no es tópico común ni tipismo pintarrajeado. El pintoresquismo regional, esa faramalla de interjecciones mostrencas, indiferenciadas, con puntos suspensivos y enjabelgados toques verbalistas, no caben en estos cuentos.

“Azucena Tamanduá” es una pieza antológica. Ese gusto que Amaro Villanueva siente por la palabra, cuaja allí con ahondada y densa maduración. La gracia, lo mágico y real a la vez, conforman una sola esencia; se dan en una sola efusión, intencionada y plena de zumo afectivo, estético-emocional:

—¡Pucha: por fin! —y ya su risa es de los pastos, cuando me dice: —Pero bien podrías ser más fino: podrías llamarme tamanduá-mí, ñurumí...

—Cierto: mi tamanduacito, che ñurumí, boquita mía...

—¿Has visto lo que vale saber guaraní?... Habríamos ahorrado tantas palabras...

En “El calzoncillo cribao”, aparte de percibir por dentro el alma del domador entram­pado en la pobretería, del jugador que se echa el resto en la orejeada de un naipe, penetra la cruda realidad de la miseria que cubre de llagas la vida de nuestro campesino, sin re­dundar en la simplonería sentimental. De pronto es sólo un vocablo el que trasunta el “hecho”, una palabra que se proyecta vivencial sobre lo que va narrando: “Todo el campo entró silencioso en la noche, sin dejar un resquicio de distancia para la pena mirona de Juana”. Ese mirona que califica la existencia desgraciada de Juana, vale toda una descrip­ción en el cuento.

Los “hallazgos” se multiplican no por extensión, sino por economía de medios verba­les. El lenguaje de Amaro Villanueva convive con sus temas. Y lo que resulta más impor­tante en un escritor de nuestros días es que ese lenguaje contiene la tensión del hombre, atento sobre lo menudo de aquello que lo rodea y que él, conscientemente, interpreta por­que es parte integrante de esa realidad determinada, materia viva de ese contorno y ese centro que lo angustia e impulsa a transformarlo, cambiarlo lúcidamente. En ningún mo­mento Amaro Villanueva hace paisajismo en el sentido peyorativo del término, ni abusa del psicologismo barato. Tampoco el módulo político de lo circunstancial reduce el hecho creador. Forma y contenido están implícitamente ensamblados. No existen bifurcaciones confusas, que hacen peligrar la intención del artista y ahogarlo en su propia angurria de quererlo abrazar todo.

Amaro Villanueva no soborna el gusto de los demás ni se deja avasallar por el “encuen­tro” expresivo o la temática del “suceso” inmediato. Sustantivando sus búsquedas llega al corazón del relato desde su interioridad; él siente así como hombre. Y el escritor que es Amaro Villanueva se da entero, fiel a su tiempo, sin traicionarse. No distorsiona ni fragua sus inquietudes; tampoco se solaza con los “preciosismos” del formalismo horro de sus­tancia.

En La mano y otros cuentos, el lírico entrañable de Versos para la oreja y el perspicuo buceador de Crítica y pico se consustancian intrínsecamente. Su “individualidad” logra le humano por propia volición; es decir, que Amaro Villanueva no rechaza ningún “compro­miso”; está en su tiempo, que es el tiempo de una dinámica social, a la que no escapa ningún creador auténtico, aunque haga esfuerzos por eludirla; vive dentro de la época que le toca vivir, de los años que siente suyos, sin recurrir a lo sensiblero ni menos evadirse de la realidad con hábiles subterfugios literarios.

Lo vernáculo de La mano y otros cuentos, ese nativismo sustancial que informa Ios relatos, proyecta lo universal con la esencialidad de nuestra tierra y de los hombres que la trabajan. Su valor reside, precisamente, en esa entrega espiritual, integradora y nutricia a la vez, y vital como el pan y el vino, orientada a destruir un orden que obstruye el paso de pueblo en la historia.