LA INTEMPERIE SIN FIN

 

Por Daniel Freidemberg, para Telam

 
Dijo que volviera cuando quisiera y que, para encontrarlo, le preguntara a cualquiera por él. “Soy un lugar turístico de Paraná”, precisó, con una sonrisita, Juan L. Ortiz, frente al río atardecido, al cabo de una charla que no sé cuantas horas duró, y me quedé con esa frase, tan escasamente “orticiana”: “lugar turístico de Paraná”. Estábamos en junio del 76, Ortiz cumplía ochenta años, me pareció un buen motivo para proponer una entrevista y en el periódico en el que trabajaba aceptaron. Sólo pensar en ese encuentro me tenía como flotando en el aire, pero no era únicamente alegría lo que me pesaba en el ánimo al partir: había silencio y muerte en el aire, y no sabía uno cómo, con la dictadura recién iniciada, podía terminar ese viaje o cualquier otra cosa.

Emerger del túnel subfluvial y encontrarme con la atmósfera de Paraná, sin embargo, me cambió la cabeza: estaba adentro de un poema de Ortiz, entre la transparencia dorada del aire, el cielo azulísimo y la nitidez de todas las cosas. No sé ya cómo encontré la casa del poeta, al borde casi de las altas barrancas, más allá de las cuales el río, las islas y la costa santafesina se extendían bruñidos por la luminosidad matutina hasta dar la impresión de estar ante una interminable planicie resplandeciente o un mar. Un chalecito modesto y en el portoncito Gerarda, la mujer de Ortiz: “Juan, te buscan”, con el tono de quien ya asistió mucho a esos rituales. Era mucho más chiquito y moreno Juanele que lo que sugerían las fotos: una ramita de arbusto criollo, delgadísima y un poco encorvada, con una enorme gorra, anteojos y, blancos y ralos, barba y bigote de varios días, sobre los que se había dibujado con tintura negra el bigotito elegante de los retratos. Ceceaba al hablar, y cada tanto intercalaba una especie de cantito murmurado, y ahí, sentados en el patio delantero, bajo el cielo transparente y las ramas, contó que, por el cumpleaños, lo habían llamado varios amigos desde el exilio, y seguimos hablando, ya no podría decir bien de qué, aunque es seguro que debo haberle sacado en algún momento el tema de la negrura y el abismo, que me obsesionaba.

Tres veces irrumpe, en un poema de El alba sube, el mismo interrogante. “¿Pero la hondura negra, el agujero negro,/ obsesionantes?”, dice, después de hablar de las rosas, el canto de los pájaros, la fuerza del espíritu, y luego, tras haber mencionado a Dios, a “lo divino a través de la rosa y del rocío, y del cielo móvil de unos ojos”, retornar, insistente: “¿pero el vacío negro, el horror vago y permanente de la sombra?”. Y al fin, muchachas en la tarde, niños en los jardines, “paisajes que suenan como melodías perfectas,/ versos de Rilke o de Brooke,/ entusiasmo generoso de las jóvenes almas/ capaz de cambiar el mundo,/ belleza del sacrificio y del ideal,/ y el amor, y el hijo, y la amistad,” para concluir, tajante: “¿pero el vacío negro, el escalofrío intermitente del abismo?”

Me sigue hoy inquietando el poderoso núcleo de sentido que encuentro en esas imágenes, y su oscura presencia mueve mucho el trabajo o búsqueda que uno lleva a cabo con la escritura, pero lo que particularmente me interesaba entonces era que las escribió un poeta comunista, pese al flagrante pecado de “irracionalismo” que implicaban para la iluminista tradición de las izquierdas. No había incompatibilidad, para Ortiz, entre asomarse a esas profundidades y, en el mismo poema, celebrar el entusiasmo de las jóvenes almas que marchan a cambiar el mundo, así como en otro de sus poemas, seguramente el más conocido, advertía a los poetas que se cuiden de envolverse “en la seda de la poesía igual que en un capullo”, luego de recordarles que hay otro cuerpo de la poesía, en los barrios pobres, desterrado del “espíritu”, como una “red de sangre que os salva del vacío”.  “No olvidéis —concluía— que la poesía,/ si la pura sensitiva o la ineludible sensitiva,/ es asimismo, o acaso sobre todo, la intemperie sin fin,/ cruzada o crucificada, si queréis, por los llamados sin fin/ y tendida humildemente, humildemente, para el invento del amor…”

¿Sólo al desamparo de los condenados de la tierra se refiere esa “intemperie sin fin”? ¿No entra también ahí el abismo negro e insoslayable de lo real, lo incierto, lo desconocido? ¿No habrá entre ambos estremecimientos una solidaridad de fondo? Fueran esos u otros los temas de que hablamos, no quedaron registrados. No pude apretar el botón del grabador, no me animé: grabar lo que aquel hombre iba diciendo, en una distendida conversación íntima, me pareció una falta de respeto o una deslealtad, pero tampoco me sentí capaz de interrumpirlo para empezar la entrevista o pedirle permiso para registrar lo que conversábamos, tan entregado estaba él a esa interminable y delicadísima ilación de palabras.

Escribí la nota de memoria, con lo que pude retener, pero no se publicó porque la dictadura cerró el periódico. Dos años después, Ortiz fallecía, y la avalancha de artículos en su homenaje me resultó irrisoria: los ejemplares que quedaban de El aura del sauce habían sido quemados cuando los militares entraron en la Biblioteca Vigil, junto con los demás libros de esa editorial rosarina. Más que impedirla, sin embargo, la ausencia de sus libros potenció el mito del poeta. Mito y lugar turístico: contra lo que el propio mito pregonaba, Ortiz nunca fue un ermitaño arrinconado en la soledad provinciana con sus poemas, por más que la distancia física lo mantuviera alejado de los centros de la “vida literaria”. Sigo pensando que fue gracias a esa distancia que pudo dedicarse a una escritura que no se parece a la de ninguno de sus coetáneos. Pudo ser, nada más ni nada menos, Ortiz, y desde ahí, frente al río, recibía a los visitantes y les transmitía algo de lo que, de otro modo, él iba apuntando con letra pequeñísima en larguísimas tiras hechas de hojas pegadas una bajo la otra, de modo de que la lectura no fuera a interrumpirse, como nada en lo que se refiere a Ortiz se interrumpió nunca ni se interrumpirá.