LA HORA DULCE

La calle crece silenciosa en la hora dulce.

Las pobres casas gastadas y anchas de la tarde

entibian nuestro paseo, amigo.

El pueblo va quedando hundido en el otoño a nuestra espalda

y ahora, los ranchos, se aferran a su última pobreza.

Restos de vida estallan en gritos de mujeres

llamando a sus criaturas, llamando su esperanza

-la conozco. En el linde nostálgico de la soledad.

El paisaje, torna a una virilidad adusta, sobria

y el alma de las gentes en un lento territorio

de sombra creciente cubierto de recuerdos como flores dominadas.

¡Oh, amigo! ya estamos en la cercana anunciación de la estrella;

mira los cercos que acribillan perros miserables y desconocidos.

Ya vamos sintiendo la fácil tristeza de los niños humildes,

tristeza de tierra pegada a la carne

como la muerte descolgada de las hojas caídas.

Amigo, es la hora dulce y desdichada del pueblo,

su límite de amor –apenas cubierto de otoño-.

hora de la canción recogida

y el pulso descuidado

o el olvido

en las últimas bocacalles,

hora del campo recién nacido y tan pobre,

hora de la guitarra pulsada en lo oscuro.

Un viento súbito puede arrancar ahora a las puertas voces de abandono

-algunos se han ido dándole paso al hambre,

Es la hora dulce,

y las mujeres tienen desalentada prisa en parir sus hijos

para llevárselos con el terror en las manos.

Amigo ¿Qué más?

El camino de los carros está silencioso.

La tarde ya ha caído de espaldas en el fango.

 

La casa del pez

El río ha bajado hasta la casa del pez,

en la barranca.

El paisaje desciende humilde y pálido,

enhebrado, en la primavera no lejana.

Hemos mirado los ranchos color tierra,

ranchos nacidos, perdidos en la luz y los sauces.

Los peces se han ido y alguien ha venido anunciando

la pobreza de aquí, que nos pertenece

y que no habíamos olvidado por ser nuestra.

 

¿Qué quieren decir todas esas palabras inventadas:

lo interminable y lo lejano?

¡Ah! no han visto la vida

los que hablan de las cosas dolientes e invertebradas.

Yo llamo a los peces ausentes

porque ahora su casa es mía

y puedo sentirme pobre como el río y el seibo.

¿De qué hablan esos? ¿De qué ciudades?

¿Han visto el dolor, crecer, vivir, escondido?

 

Ah, sí, es necesario buscarlo de tan claro y profundo,

de tan cotidiano y real, es necesario buscarlo

y no cantarlo –sería injusto-,

morderlo, arañarlo, cuando el río baja hasta la casa de los peces.

 

Mi casa, mi casa, dirían ahora

cuando vengan las estrellas a llevárselos,

cuando vengan a romper el agua,

mi casa, que estaba en el río y marchaba con él.

 

No puedo creer que hayáis olvidado los niños,

los niños de las manos llenas de sueños,

vosotros que queréis emparejar la tierra,

despojando a los hombres del corazón y de sus casas,

y fabricar árboles a la medida de vuestras palabras.

Poetas, poetas, venid, mirad,

oid correr la sangre, tocad sólo una hoja

y entonces tratad de decir algo.

-¿Creéis que los barcos no marchan arriba de los peces?-

 

Buscad los amigos de la ribera,

los colores que van cambiando, tímidamente, con la tarde,

y esa luz amarilla que huye hacia arriba,

marinera en el aire, llana, alargada

y nada será igual a vuestras antiguas frases

 

tan impresas en ediciones y revistas,

Jóvenes,

los peces han dejado sus casas.

¿Qué pensáis de esto?

¿Y si los peces hubieran abandonado el mundo,

qué os importaría esto?

Ya habéis escrito vuestra poesía.

 

(Podré perdonarme estas palabras, no olvidándolas nunca, sólo así?

 

Este pueblo que se achata y desparrama hacia la ribera,

más pobre y más pobre,

cada vez más bajo y más cercano,

y que la tarde se vuelva en la corriente,

termina,

en esta desierta casa de peces,

cuando el río ha bajado.

 

Calle de la elegía pobre

Las nubes miradoras de la tarde dorada, están recordando al parecer.

Desde la niñez las encuentro así, en primavera,

sobre la calle y la elegía.

Los cercos también han retornado –retornan siempre-

al pequeño florecer, al humilde florecer.

Se pueden escuchar esta tarde de nuevo,

las jóvenes risas

y las muchachas vestidas como la primavera.

 

El cuerpo de esta calle es vegetal y ensimismado,

pobre, cuando va llegando a hundirse en el río.

(El río está al lado del corazón de las calles).

Un breve viento mezcla fácilmente los olores

y entonces, vienen los patios regados,

los pequeños ruidos femeninos, el mate en la puerta

y la falda clara, floreada, los vehículos lejanos.

¿Esta es una calle perdida?

¡Ah no! que la pobreza ahora está en todas partes

como la primavera de los huertos.

La gente de aquí no conoce ni vendedores ni carruajes ahora.

Un perro vagabundo y la próxima estrella,

nos hablan de una legítima riqueza, que pisando la pequeña hierba,

ha penetrado por débiles puertas de alambre,

instalándose, en antiguos roperos desvencijados.

Además, ya las campanas

andan rondando en lentos círculos de amor.

Calle de la elegía pobre.

¿Nadie ha pensado seriamente en ella?

Sin embargo, aquí ha nacido y va a morir la tarde,

y el pueblo no olvidará que tiene sus atardeceres que vivir,

no olvidará tampoco sus vagabundos

ni sus primaveras.

Nada olvidará el pueblo

que escapa por aquí sus dulces iras, sus sagrados dolores

en caravanas de florecillas y de briznas.

Por aquí, por donde se sueltan los pensamientos jóvenes

durante las tardes en que la luz se perfecciona.

 

El río inventa mil colores y se envejece seriamente.