SOPA

Su paso es largo y desgarbado, va caminando y pareciera como que si algo lo empujara. De discreta encorvada, una mano en el bolsillo de un viejo saco y la otra colgando siempre pesada contra la pierna. Sus pasos son rápidos, pero su marcha dubitativa: para, gira, vuelve, cruza la calle; todo en el viejo es dudoso, sus ojos hundidos en la cara lo son, clavados en la nada que empieza y termina en la punta de su nariz. Recorre un tramo de  avenida Las Heras, desde el hospital Rivadavia hasta la calle Junín. Seis cuadras, ir y venir. Busca monedas en los teléfonos públicos. Va y vuelve sobre los mismos y cada tanto encuentra alguna. Se las lleva en el bolsillo mientras ya amanece,  apretadas en la mano, en alguna parada camino a su casa.  

Vi lo que hace después con las monedas. Se ha despertado y ha puesto una olla con agua en el fuego. Las hierve y prepara un caldo de níquel. Agrega unas papas y hace una crema. Sopa. Con un buche de agua fría se mete las monedas en la boca, las chupa y las escupe en el plato. Una vez que se entibia  toma el plato, lo inclina en su boca y sorbe hasta el último resto. Se traga las monedas.
Cenó. Se levantó, le pasó la lengua al plato y lo dejó en la mesada. Apagó la luz de la cocina, cerró la llave del gas y se metió en el baño. Se escuchaba el agua correr y cargarse en las manos para después mojar la cara y los pocos pelos de la cabeza.
Al salir del baño entró en la habitación, no encendió ninguna luz. Tampoco tardó en aparecer frente a la puerta de la casa ya con el mismo saco puesto; hacia la misma avenida, a los mismos teléfonos. Hacía frío y lloviznaba, pero no cejaba su búsqueda. ¿Resultado? Tres de diez centavos que fue chupando como caramelitos hasta su propia cama. Se acostó vestido y mojado. El frío podría haberlo matado en diez minutos, se durmió.
Despertó y descolgó el crucifijo de bronce de la pared cabecera de la cama. Caminó hasta el anafe y metió la cruz en el agua que empezaba a calentarse en la ollita. Le quitó las tres cuerdas entorchadas a una guitarra maltrecha y las tiró también adentro. Agregó después dos papas para la crema niquelada. Con una pinza sacó el crucifijo y lo acostó humeando sobre un repasador. Lo soplaba. Lo levantó y le metió un lengüetazo. Lo lamió entero hasta enfriar al cristo. Chupó las tres cuerdas estirándolas como chicles desde su boca,  mordiéndolas. Las monedas quedaron en el fondo de la olla y después en el plato. Lo tomó entre sus manos, lo elevó, lo inclinó en su boca y cumplió el rito cenístico. Se tragó las monedas.
Lavó el plato con el agua de un vaso. Colgó el crucifijo en su lugar y de palmas en la pared besó la frentecita del Jesús de bronce. Volvió a su avenida y arrancó con mejor suerte, resplandecía la noche en luces y movimiento. Debía esperar a veces a que se desocupe algún teléfono para registrarlo. El primero le tiró una de un peso y enseguida otro una de cincuenta, las que prefiere por ser las más grandes. Otro dedazo y una de veinticinco, después de diez, otra de cincuenta, y veinte y treinta! Una excitación casi adolescente lo acelera y cruza la avenida una y otra vez, se clava en los teléfonos. Se agita y abre la boca para respirar, un hueco negro le perfora la cara huesuda. Hace saltar las monedas en la palma de la mano, imagina chispas en la oscuridad del bolsillo. Saca una y se la mete en la boca. Saca otra y también, las chupa, las guarda, las saca y las lame y se come algunas chiquitas.

Seis menos cuarto de la mañana, el viejo está en la parada del cuarenta y uno, chupetea una monedita. Viaja. Cougland. Entra en una casa en la que tres muchachos duermen. Se respira un fuerte olor a humo y alcohol, los muchachos no se enteran de nada. Estudiantes. Da vueltas por toda la casa, acaricia las paredes, se conmueve mirando distante los picaportes de bronce las puertas. Apenas suenan sus pasos livianos en el piso de madera. Es su antiguo hogar, o parte de él, hipotecado y a la calle los viejos, está emocionado y por primera vez se escucha su pálida voz: mi casa. Se mete en el baño, si los muchachos se despiertan… el viejo se desviste y se sienta en el borde de la bañera, endurece la cara y se pone rojo, después el gesto es de alivio. Se incorpora y mira la broncínea mancha de sangre marrón resbalando en el cerámico blanco. Se dirige a la puerta, los ojos puestos en el torneado picaporte reluciente. Lame de rodillas el frío duro del metal. Cierra y sale. Una viejita barre en la vereda y le indica buenamente cómo llegar al Pirovano. El viejo sin mirarla señala las cuadras. ¿Se siente bien señor, lo conozco?
El viejo está entrando en el patio del hospital, el sol asoma como una moneda de oro; el cielo parece envolverlo.

 

(de Ratón Blanco, ed. Colisión Libros 2009)