LOS DESENTENDIDOS

De La fragilidad de los héroes solitarios (2021)

 

Un novio no es más que una cómica dificultad

y yo no temo las dificultades, sean cómicas o trágicas;

únicamente me asusta una cosa: el hastío.

Kierkegaard, “Diario de un seductor”.

 

Para renovar nuestra situación actual como pareja, esa noche decidimos hacernos pasar por Henry Miller y su segunda esposa, Mona. Hace cinco años que Marianela y yo estamos de novios. Desde entonces, lo nuestro ha transcurrido de manera tranquila. Pero hace tres meses que, aunque lo intentemos de todas las formas posibles, no podemos tener sexo. Después de haber visto un capítulo de Modern Family en el que dos de los personajes -Phill y Claire- se hacen pasar por otras personas, en el día de su aniversario, para poner más caliente el asunto, decidimos que no era mala idea intentar hacer lo mismo. Debo reconocer que la situación actual de nuestro país, así como la de muchos otros, favoreció la falta de deseo sexual. Desde que el coronavirus empezó a expandirse por el mundo, tuvimos que dejar las calles de lado y quedarnos durante algunos meses en nuestras casas; fue entonces cuando empezamos a tener problema con el sexo. Cerraron varios comercios, excepto las farmacias, los supermercados y los almacenes. Solo salíamos, hasta hoy, para hacer las compras. El resto de los días nos la pasábamos encerrados estudiando y haciendo alguna que otra comida elaborada que antes, cuando la vida, la calle y los negocios estaban habilitados, no teníamos tiempo para hacer. Cuando las cosas, al menos en Concordia, comenzaron a marchar de mejor manera, -ya casi no había contagios-, los bares, los restaurantes, las tiendas de ropa y otros locales menores empezaron abrir y las personas pudieron, de a poco, salir de sus casas. Las condiciones para asistir a un bar o a un restaurante eran registrarse al llegar, y ponerse alcohol en gel en las manos. En la entrada, un hombre con barbijo negro nos extendió una lapicera y una planilla. Nos anotamos con nuestras identidades falsas.

            Henry Miller y Mona, en una cervecería por calle 1° de Mayo, a media cuadra de la Plaza 25, quién lo diría. Nos sentamos en una de las mesas de afuera, en un patio, al fondo del bar. Hacía mucho frío. Yo llevaba puesto un saco beige, una camisa blanca y un pantalón negro. Antes de que nos sentáramos a la mesa, me di la vuelta sin que Marianela me viera y fui hasta la barra. Volví con un whisky para mí y un vino tinto para ella. Le pregunté si quería una copa. Accedió. Me senté al lado suyo. Una chalina gris le cubría el cuello, el resto de su vestimenta se completaba con un vestido negro y unos tacos altos. Estaba muy hermosa. Apenas se parecía a Marianela, la mujer con la que convivía. Me hice la idea de todo. Ya no era quien creía ser, sino Henry Miller. Es decir, empecé a creérmela de veras. Imité su forma de hablar. Le dije que era escritor. Me preguntó qué escribía. Le contesté que eso no importaba. Hubo un silencio incómodo que duró, como máximo, tres minutos y medio. Pedí otro whisky y le pregunté a Mona si tenía un cigarrillo. Mientras fumábamos, le toqué la entrepierna. Primero dejó su mano caer sobre la mía, era suave y estaba caliente. Yo solo pensaba en levantarle el vestido y metérsela ahí mismo, delante de todos, pero cuando quise acercarla a su concha, me la quitó de encima. Entonces, le conté que estaba escribiendo una novela. De qué se trata, me preguntó. Le dije que no importaba. Quiero leerla. No está terminada. Tuve una erección, la agarré de la mano y le hice sentir lo dura que la tenía. Acto seguido, me dieron ganas de mear. Cuando me levanté, vi que ella me seguía. Hice el tonto, desentendiéndome de la situación. Cuando entré al cubículo del inodoro, se metió conmigo más rápido que un rayo. Me desabrochó el pantalón y empezó a chupármela. Una de las cosas que más admiro de Mona es la concentración que le dedica a los petes. Hace mucho que no me la chupaba. La tenía tan dura y roja que parecía que iba a estallar. La agarré de los pelos y su boca me la engulló por completo. Después la alcé, le quite la bombacha, me la guardé en un bolsillo del saco y se la metí. Con una mano le tapaba la boca y, con la otra, la mantenía alzada contra la pared del baño. Se escuchaba el ruido que hacían los hombres al orinar y lavarse las manos. Se la metí hasta que sentí cómo acababa. Después, sí, acabé yo. Me encargué de salir primero del baño y avisarle desde la puerta que no había nadie, y que podía salir tranquila. Nos encontramos en la mesa. Los dos hielos de mi vaso de whisky se habían derretido. Lo tomé en dos tragos y pedí otro. En la mesa de al lado se había sentado un viejo, cuyo rostro me resultaba conocido, con dos mujeres jóvenes. Estaba trajeado, muy elegante. Parecía deprimido, su estrecha silueta se balanceaba, débil, sobre la silla de lona; por su mirada, supuse que ese hombre estaba en las ruinas. Me llamó la atención el discurso que estaba soltando, sentimental y borracho. Las mujeres estaban encantadas con lo que decía. Seguramente, el viejo les compraba la ropa, los tragos y, a lo mejor, les echaba un polvazo de vez en cuando, dado que esas mujeres no parecían ser sus hijas, y mucho menos sus nietas.

Mona se levantó para saludarlo. Me impresionó que lo conociera. Cuando volvió a la mesa, le pregunté si era su abuelo. Se rió y me dijo que no, que era un viejo amigo suyo, de vez en cuando salían juntos al boliche. ¡¡¿Al boliche?!! le pregunté. Sí, me dijo, al boliche, pero eso fue antes de que te conociera, Henry, y me pasó la mano por la bragueta. Al rato, su amigo nos miraba y hacía señas. Mona se levantó y fue hasta su mesa. Se quedó charlando un rato con el vejete y sus amiguitas, y después volvió con una copa de gin tonic. Algo olía mal, y no eran mis sobacos. Le pedí otro cigarrillo a Mona y terminamos el trago en silencio. No podía dejar de pensar en la relación entre ella y el viejo. Me pregunté si se habrían acostado juntos alguna vez. Las manos me temblaron un poco, me sentí confuso y negativo; luego, dudé de la capacidad sexual del vejete y me tranquilicé. Vámonos a casa, Mona, le dije.

            -Pero, Henry, esta noche voy al baile con Carruthers y las chicas ¿Ya te olvidaste de que tengo que trabajar hoy? –me dijo.

           Cuando salimos del bar la vi alejarse junto al grupo. La calle estaba húmeda y calurosa. Pensé que, a lo mejor, las cosas debían darse de esa manera. Metí las manos en el saco y, al llegar a la esquina, recordé que tenía la bombacha de Mona, o Marianela, ya no importa. La apreté con fuerza y seguí caminando. Ahora soy libre, me dije, y ella también.