EL FETICHE DEL ESCRITOR ALCOHÓLICO

Uno de los pensamientos comunes que giran en torno a la figura del artista, es la idea “romántica” e inverosímil que inscribe, en el inconsciente colectivo, en el imaginario social y cultural, al genio del artista como un genio alcohólico y solitario. Me interesa detenerme sobre el primer aspecto de esta cuestión. ¿Por qué se asocia al escritor con el alcoholismo? Conjeturo que, si logramos desmenuzar un poco el cliché instaurado en nuestra sociedad, podremos dar algunas respuestas posibles y, en el mejor de los casos, derribar un mito. Porque al hacer dicha asociación entre literatura y alcoholismo, se le da espacio a un lugar común de pensamiento que no conduce a ninguna parte, que genera expectativas erróneas, que se queda en el tiempo, que cristaliza al escritor no solo como el que escribe, sino también como el que bebe; así, se lo carga con un mandato difícil de soportar.

Repetir un pensamiento común, establecido, sin cuestionarlo, es fácil y, además, otorga cierto placer extraño. En este caso, tomaré como ejemplo lo que dice Leslie Jamison (autora de La huella de los días, editado por Anagrama, libro en el que ahonda en los tópicos literatura y alcoholismo mientras hila su propia experiencia, alcohólica y literaria, con la de otros escritores, algunos de ellos “malditos”) en una entrevista hecha por El País en diciembre de 2020. Cuando le preguntan “¿Qué tiene de atractivo el artista maldito?”, ella responde “Es como si quisiéramos creer en un universo en el que las vidas que parecen oscuras tienen sentido. Si decimos que en esa oscuridad está la raíz de un arte magnífico o que vamos a esos lugares oscuros para traer algo maravilloso de vuelta, resulta más fácil vivir en un mundo lleno de oscuridad. Hay algo que consuela en esa alquimia”. Me detengo en la última frase. Lo que consuela de esa alquimia originada por lo maravilloso y lo oscuro es, teniendo en cuenta la figura del artista maldito, hacerse sabedor de que, a pesar de vivir en un mundo lleno de oscuridad, como sostiene Jamison, queda un hilo de esperanza al que aferrarse: la magnificencia del arte. El escritor alcohólico, maldito y solitario, que la sociedad se ha encargado de figurar de tal manera, carga en sus espaldas con el peso de la oscuridad no solo del mundo, sino también de su propia vida. En esa carga pesan los mandatos sociales que he mencionado con anterioridad, mandatos provenientes tanto del exterior como del interior, que a veces se vuelven imposibles de desarraigar, y, también, en esa carga pesan los sufrimientos interiores, propios. De esa otra alquimia, nace la literatura. Nace lo maravilloso.

            La problemática de este pensamiento común instaurado probablemente con más ahínco en las mentes de quienes han olvidado, o nunca han leído, “La muerte del Autor” de Barthes es, justamente, pensar que para que nazca lo maravilloso es necesario atravesar, o vivir, en un mundo oscuro y tenebroso (imagino al escritor borracho y solo en su escritorio); como si el mundo en el que vivimos no esté atravesado al mismo tiempo por la oscuridad y las maravillas, en constante sincronicidad. Además, ¿por qué habría que figurar al escritor como solitario y alcohólico? Como si ser un adicto o un solitario diera pie a la escritura, el pensamiento común que se tiene, por desgracia, gira en torno a estas dos características. Ya lo dijo Piglia en Homenaje a Roberto Arlt “Imaginarse que la literatura es una especialidad, una profesión, me parece inexacto. Todos son escritores. El escritor no existe, todo el mundo es escritor, todo el mundo sabe escribir”. No hace falta ninguna condición per se para poder escribir. Hay que derribar el mito del escritor recluido en las antípodas de su cuarto en penumbras, iluminado solo a la luz de una lámpara, acompañado con una botella que se vacía al son de sus penurias individuales. Eso ya pasó. Con ello no quiero decir que hayan dejado de existir escritores alcohólicos o solitarios, sino más bien que esa figura debe ser tomada, y me dirijo a los generadores de este pensamiento común, de otra manera. Uno no es solamente escritor, uno también es hijo, amante, padre, trabajador y, en algunos casos, por qué no, alcohólico. Por un lado, existe el pensamiento común que asocia al escritor con la soledad; hecho que puede explicarse, primero, a través de que el acto de la lectura se realiza, en el mejor de los casos, en silencio, y el silencio se relaciona con la soledad, y segundo, puede explicarse también por la relación que se establece entre escritura e intimidad, como si para escribir uno tuviera que quitarse la ropa. Por otro lado, existe el pensamiento común —en el cual me detendré con más atención— que se asocia al escritor con la bebida, primero porque beber es fácil, cualquiera puede hacerlo, ni siquiera es necesario saber hacerlo, y, segundo, porque como he señalado antes en palabras de Piglia, todo el mundo es escritor. Con lo cual queda anulada la condición, extraña, heredada y, sobre todo, errada, de que el escritor necesariamente bebe. El escritor alcohólico por excelencia, modelo del que no puede despegarse, o al menos sus lectores no pueden, Charles Bukowski, escribió un poema titulado “Nada es tan eficaz como la derrota”, perfecto para ejemplificar esta exposición. Cito una parte:

 

“(…) y ten un cuaderno de apuntes cerca de tu cama,

tendrás pensamientos por la noche

y estos pensamientos se desvanecerán y perderán

a menos que los anotes

y no bebas, cualquier idiota puede beber

nosotros somos hombres de letras”

 

En “La muerte del autor”, Barthes argumenta “(…) la escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. La escritura es el lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que van a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe”. No por casualidad, en el párrafo anterior, empecé hablando de aquellas personas que han olvidado, o no han leído, este magnífico texto de Barthes, que además de esclarecer ciertas cuestiones en torno a la figura del escritor, abre diversos caminos posibles en la teoría literaria. El autor es un personaje moderno, argumenta Barthes, producido por nuestra sociedad, en la medida en que esta, al salir de la Edad Media y gracias al empirismo inglés, el racionalismo francés y la fe personal de la Reforma, descubre el prestigio del individuo. En consecuencia, la explicación de la obra se busca siempre en el que la ha producido. En este sentido, si hubiese que explicar la obra de Bukowski la explicaríamos a través de la imagen que el autor genera de sí mismo: diríamos que la obra de Bukowski, se explica a través de su alcoholismo. Tras lo cual, reduciríamos múltiples sentidos. Chocaríamos contra la pared del unívoco. En la introducción a la entrevista “Lo que más me gusta es rascarme los sobacos” (1982), Fernanda Pivano escribe, a propósito de la biografía de Bukowski, “Las contraportadas de sus libros nos informan de que nació el 16 de agosto de 1920 en Andernach (Alemania), y que emigró a los Estados Unidos a la edad de dos años, y que creció en Los Ángeles. Basta. Para saber más hay que leer sus historias y ahora sus numerosas entrevistas (…)”. De esta manera, Pivano señala que la obra de Bukowski es “autobiográfica” —dado que para saber más de su biografía hay que leer sus historias—, tras lo cual pone el acento, en cuanto a los valores de la literatura de Bukowski, justamente en la figura del autor (en esa imagen que sin dudas él mismo ha constituido a lo largo de su vida y obra); esto conduce a una reducción de sentidos. Y, también, a alimentar el fetiche del escritor alcohólico. Además, ¿por qué buscar en su literatura hechos de su propia vida? O, mejor dicho, ¿para qué? Quizás sirva solo para alimentar la extraña emoción que suscita el saber cuánto hay de verdad (en torno a lo que se ha vivido) y cuánto hay de mentira en la obra del artista. Para evitar caer en estas especulaciones erróneas, no debemos olvidar que la ficción no es la oposición entre verdad y falsedad como opuestos que se excluyen, sino más bien como conceptos problemáticos que encarnan la principal razón de ser de la ficción. Saer destaca esto, en “El concepto de ficción”, de una manera clara: “La ficción se mantiene alejada tanto de los profetas de lo verdadero como de los eufóricos de lo falso”.

            Elegí tomar a Bukowski como ejemplo en este ensayo, porque me parece el escritor fetiche de nuestros tiempos. Tanto, que su literatura se ha vuelto —podemos verlo en los jóvenes que lo leen, en los posts de Instagram con frases suyas—, como diría Aira, “literatura de iniciación”. Entonces, me parece necesario advertir a estos lectores iniciáticos que la calidad de la ficción no reside en la veracidad ni la falsedad de los hechos. (No, olviden esa idea —a no ser que disfruten del placer de volver fetiche una figura, pues no se puede privar a nadie de sus modos de lectura). Incluso en la non-fiction (género en el que irrumpe, como mito fundacional, A sangra fría de Truman Capote) se corre el riesgo de depositar el valor de la lectura en aquello que se promete verídico; volviendo a Saer, este argumenta, a propósito de la no-fiction, que “su especificidad se basa en la exclusión de todo rastro ficticio, pero esa exclusión no es de por sí garantía de veracidad. Aun cuando la intención de veracidad sea sincera y los hechos narrados rigurosamente exactos —lo que no siempre es así— sigue existiendo el obstáculo de la autenticidad de las fuentes, de los criterios interpretativos y de las turbulencias de sentido propios a toda construcción verbal”.

            El escritor, inevitablemente, se construye una imagen. A veces, imposible de sostener. La constitución de esa imagen le permite al lector imaginarse qué es lo que viene al momento de la lectura —le permite, también, fetichizar al artista, como es el caso de Bukowski. En una clase abierta, transmitida por la TV Pública de Argentina, Piglia hace notar que Hemingway tuvo tanto éxito con sus libros y con su imagen de escritor norteamericano, de “hombre de acción” alcohólico, que acabó por pegarse un tiro en la cabeza. Pero logró construir una de las grandes figuras de escritor que se conocen: el escritor que no escribe, que va a la guerra, que va a pescar. No parecía un escritor. Parecía un hombre que se sentaba en los bares a tomar ginebra, y eso creaba una expectativa respecto a la “verdad” que había en sus textos. Lo mismo le sucedió a Bukowski. Esto, como señala María Moreno en Black out a propósito de Kerouac, lo pone en peligro: “(…) los borrachos amigos de Kerouac lo consideraban un traidor de la vida, se reventaba con ellos pero lo único que en realidad pensaba era en ir corriendo a escribir (…) O sea: agarrar al escritor por el cuerpo y no por la obra, lo pone en peligro”. No podría haberse dicho de mejor manera. Concluyendo con esta cita de María Moreno, queda explícito en este ensayo la idea de que, desde Barthes, es preciso separar la vida del escritor respecto de su obra. Lo cual no significa que el escritor deba dejar de constituirse una imagen —puesto que todo el mundo se constituye una, sea o no escritor—, y tampoco significa que ese escritor, si bebe, si es alcohólico, tenga que dejar sus vicios debajo de la alfombra. En este sentido, la cuestión está en poner el foco no en la imagen del escritor, sino en su obra. Y, en el mejor de los casos, en cómo esa imagen que se constituye influencia sus producciones artísticas, sin caer en la tentación del fetiche.  

 

Tomado de: Revista Bitácora de Vuelos