¡Andate, Medina!

Cuento premiado en el Certamen Literario Provincial "Entre Orillas"; 2021

 

            El bronce del Supremo Entrerriano

                                               estaba tibio cuando llegó la muerte.

                                                                       Mateo Dumón Quesada

 

–¡Llevátela Medina! Y no pares hasta llegar a casa de Tadea y dejarla a buen resguardo! ¡Andate te digo!

 

En primer plano los ojos de Ramírez, son negros, bien negros.  La cámara se abre. Ahora vemos la cara del Supremo, completamente ensangrentada, hay barro y polvo en torno a sus ojos. La cámara se sigue abriendo: es la mano de Bedoya la que sostiene la cabeza arrancada y la muestra al aire mientras de fondo, en un segundo plano, se pueden oír los vítores de los suyos y se pueden entrever las miradas feroces y exultantes, y mientras la cámara se eleva, como un dron, se adivinan las siluetas negras, exhaustas, felices, con el sol detrás en una lomada en el paraje solitario.

 

Ramírez se muere. Y con él, muere la última esperanza del federalismo popular artiguista. Aunque nadie lo sabe. Aunque durante los próximos cincuenta años haya muchas esperanzas más, que querrán ver esa estrella en Urquiza, en Peñaloza, en Varela, en López Jordán. Pero no más. Acá es el final. Artigas, derrotado. López, vendido. Y era el mejor momento: los porteños, debilitados como nunca. Era ahí. Era ahora. Pero no. La muerte ordena a unos santafesinos tomar cautiva a esa hembra deseada. Ramírez, acorralado entre sables y trabucos, ya no puede rescatarla.

 

–¡Llevátela Medina! ¡Dale, andate! Reventá el potro pero que no la agarren estos hijoputas, yo los freno, conmigo no podrán estos soretes! Llevatelá a casa de Tadea. ¡Andate te digo!

 

El dron toma a Ramírez, que está gritándolo ya herido en el cuello, o en el costado, o en el pecho, o en los tres lugares– a caballo, rodeado de fusiles y sables, entre sombras y solo él iluminado.

 

La muerte ha ordenado a los de López tomar cautiva a la Delfina. Acorralado entre sables y trabucos, ya no puede rescatarla. Antes, aquellos ojos magnéticos atraían pájaros chúcaros. En sus silencios, eran negros. Y cuando peleaba, centelleaban azules. Negros en el amor. Azules en la pelea. Por eso sus biógrafos no se ponen de acuerdo en el color de los ojos del Supremo. No viviría treintaicuatro años. O treintaiséis, según qué acta de nacimiento cada uno quiera creer. ¡Si hasta eso se discute! Cosa del destino, “amontonar tanta gloria en tan breve existencia”. Nunca antes brilló tanto el bronce de Ramírez como ese día en que llegó la muerte.

 

Ahora Ramírez está tendido con la herida roja, mirando hacia arriba, viendo el facón que lo va a degollar, los ojos abiertos, más abiertos que nunca. Y piensa:

 

–¡La puta que arde el trabucazo! Así que esto es la muerte. Se me vienen todos ahora: mamá, don José, la pobrecita Norberta, mis indios, mis paisanos, López… De veras creí otro mi destino. Como cuando a los diecisiete me hicieron alcalde en Arroyo Grande. Había nacido con estrella. Sin padre. De ahí salí audaz y corajudo. Y por mi pinta. ¿Sin padre? ¿Yo, o ese otro que anotó Tadea dos años antes o después? Nunca importó: fue Tadea padre y madre. Con ella supe: no se pide permiso, se quiere y se toma, se pelea lo que se cree.

 

Ni tiempo tuvo para desperdiciar emociones, este Ramírez. El destino lo agració por tanta pasión: ella, Delfina. Flor y cruz del caudillo. “Un mburucuyá bordado con hilos de luna sobre su poncho punzó”.

 

–Pero tuve otro padre. Artigas. No llegué al parricidio, pero podría. Lo rajé al Paraguay y al olvido. Después soñé con él. ¿Volverá? ¿Volveré? El tiempo dirá, si por estos pagos todos dicen que no se van, que vuelven los muertos. ¿Y qué será de mi República de Entrerríos, lo que queda de Los Pueblos Libres? Qué cerca y qué lejos ese día en Cepeda... Todavía siento el jedor amargo a triunfo y metralla, a sangre de matungos y patriotas, mezcla nauseabunda y dulzona que nadie escribe en los partes de batalla, llenos de virtudes nuestras y maldades adversarias...

 

Ramírez está muerto pero se sueña de pie, de brazos cruzados y en la plenitud, y en el piso cadáveres de hombres y animales, batalla aun humeante.

 

–Era nuestro el mundo cuando les torcimos el brazo. ¡El odio que tenían los porteños, cuando atamos los potros en la Plaza de Mayo! Esperaban saqueos, violaciones, destrucción, y ¡ni un florero tocamos! ¡Mierda! Debimos hacerlo, arrasar con todo, traernos yo los cañones y fletes, y Lopecito las vacas. Y echar sal y que no crezca nada más… Otra sería la historia. ¡Si Buenos Aires siempre nos va a cagar!

 

–¡Llevátela Medina! ¡Andate te digo!

 

Ahora el dron muestra la sombra de Medina cabalgando con la Delfina a la grupa, en un horizonte de pesadilla, oscuro, temible. El Coronel Don Anacleto Medina cumplirá. Días enteros galopará para cumplir con su general. Solo él, indio iletrado y peleador, y solo Delfina, los leales en el final del Supremo. Para que lo canten payadores del Entrerríos, Medina cruza el Chaco y Corrientes con la Delfina en ancas y llega de noche a lo de Tadea, cerquita de la plaza que mentará al Supremo para siempre y le agradecerá haber derrotado “a la monarquía estrangera”. A la hermosa portuguesa (¿o porteña?) le parece que sale a recibirla el mismísimo Francisco, de poncho punzó, y con los ojos más negros que nunca.

 

–Y ahora que se me va la vida pienso que por ahí no debí pelearlo a mi padre Artigas. Que al final tenía razón. Ahora que es tarde. Me recordarán por Pilar, sí. Pero él lo vio: los porteños me engatusaron, me usaron para sacárselo de encima. Después iba a ser mi turno. Ahora… ¡Gracias a ese felón de López, traidor de mérito que me entregó por veinticinco mil vacas, el achurero, ese basilisco...!

 

El dron remonta y muestra a un Estanislao López contando monedas, cagándose de risa, estrechando la mano de un porteño (¿Sarratea, tal vez?) en sombras.

 

–¡Llevátela Medina! ¡Andate!

 

Apenas un centenar de gauchos viejos los siguen. Sin amor, llenos de cicatrices. Pero “su general ama por ellos, les dará el gurí que será de todos”, la patria federal que ni muchos frailes tendrá porque “cuanto menos haya más felices seremos...”. Y en las vigüelas se hamaca la vidalita, que hablará de besos de la Delfina que vuelan y “se posan en ceibales a cuajarse de rocío”. Es la más bella del Entrerríos. Qué digo. Del Plata. De la América toda. No hay varón que no quiera montarla. Pero es del Supremo y él es suyo. Ella lo sigue. Y la muerte los sigue a ambos. En Coronda se les acerca... Desde entonces los tres andarán juntos. Hasta que ella, la muerte, los separa. El Supremo ya no es. A caballo está, herido y sin su hembra. La muerte envuelve la cabeza de Ramírez en la llama del poncho y se va con su alma enamorada. “Dicen los viejos de Montiel que el caudillo se le escapó a la muerte”.

 

–Le erré fiero con casi todos. Sarratea, López, Mansilla, todos me cagaron. Y acá estoy. Solo, muriendo. La gloria y el poder se me van por la herida del cuello o por el costado o por el corazón o por la cabeza, porque los historiadores ni en eso se pondrán de acuerdo. Aunque Medina lo cuente con lujo de detalles. Pero en la historia de los copetudos ¿qué importará la palabra de un viejo indio federal leal y analfabeto? Que se va al galope con mi amada, mi hembra hermosa e insolente que el rufián de Mansilla codiciara. Ese sorete calentón, porteño traidor y logista, ese seguro me entregó porque no la pudo montar. ¡Ah, que a nadie se le ocurra darle su nombre a algo en mi Entrerríos, o volveré del más allá a vengar semejante felonía!

 

El montaje intercala a López, atendiendo visitas en su escritorio, con la cabeza de Ramírez embalsamada sobre “una mesita de tijera”. Y poco después, la cabeza de Ramírez colgando en una jaulita en el Cabildo santafesino. Con la factura por ahí, la factura ominosa, del hijo de perra que la embalsamó como si fuera la de un chancho jabalí o la de un guazuncho. Vuela la cámara a esos ojos vacíos, muertos, que sin embargo vuelven a brillar.

 

–Qué lejos Pilar y la certeza del principio del fin con Artigas... Qué lejos la tristeza de esa carta que ya sabía, de la que adivinaba cada palabra, y cada expresión en el rostro del viejo puma que no quería aceptar que otro más joven lo reemplazaba… Yo no era Andresito, ése fue el hijo dilecto. El indio siempre supo obedecerle, fue Abel, y yo el Caín en esta historia. Nunca fui para él más que un audaz, un mocoso suertudo que no entendía de qué hablaba el libro ese que lo tenía embobado, engualichado, el del inglés ¿Paine? Tomás algo. Creo que Tomás Paine… No, si yo nunca di la talla para él. Pero yo no podía esperar, me tocaba a mí, padre Artigas, viejo de mierda, Padre gigante, único padre que tuve, terco como mula vieja, si hubieses aceptado que me tocaba a mí lograr lo que ya no ibas a poder… Pero no sería él, no había otra, cortarle la cabeza y mostrarla al mundo, como acaba de hacer el hijoputa de López conmigo. Y hasta el infierno me resonará esa frase que me sacudió la sangre al leerla: «¡Tengo que arrepentirme de haberle propuesto al amor de los pueblos libres para que hoy tenga los medios de traicionarme!».

 

Funde a Artigas que lo grita, avejentado, enojado, desencajado de la bronca, allá en el Paraguay al que lo empujó Ramírez, su otrora hijo dilecto.

 

–Andate, Medina, andate y llevate mi gloria y mi amada, las faldas y la melena de mi amor, de esa hembra que aún aquí, desangrándome, me hace hervir en la entrepierna la sangre que me queda...

 

Dicen que sigue acá. Dicen que el Supremo sigue en pie “entre los duros árboles del Montiel, esos algarrobos y ñandubayses que cuando los hieren suenan como campanas”. Y en cada setiembre evoca la República, y pinta de fiesta y dolor a los espinillos… Por eso Pancho y la Delfina entran “en atardeceres y vidalitas de todas las ausencias y en el alba de todos los amores...” Y gloriosamente, se aman, se montan el uno al otro en frenética pasión, temblando para siempre en el romance inmortal de su eterna, fugaz, República de Entrerríos… cubierta de naranjales, de escuelas y de sembradíos. Su inmarcesible, su utópica, su todavía demorada república de libres e iguales.