AUTOBIOGRAFÍA

 

 

                                                 Vita efímera

Escribí mi primera obra literaria a los 13 años. Se llamaba «La muerte de Sócrates», comedia que mantenía durante todo el acto a un sirviente escondido detrás de un sillón. La dificul­tad de encontrar a un actor que no se mostrara al público y se quedara callado tanto tiempo, debió contribuir a su fracaso. No se leyó. No se representó. Treinta años después, hallé los originales debajo de mi plato de sopa, en la mesa. Mi madre, piadosamente, los había conservado.
Los primeros versos que publiqué bajo la influencia de Almafuerte, Horacio Oyhanarte y Francisco Aníbal Riú, fue­ron unas décimas que titulé: «La morocha de mis piropos». Debo decir que mi cultura literaria fue, desde su origen, radi­cal. Aprendí a silabear de Juan José Frugoni, que me demos­tró el valor de la sílaba y su cristalización tocando el piano contra los vidrios del almacén de la esquina de las calles San Luis y Azcuénaga. Todavía cuando hago versos suelo contar las sílabas con los dedos. Pero me equivoco frecuentemente.
Cuando Frugoni me enseño a medir los versos, traspuse todo en octosílabo y en mis discursos políticos en la plaza Lavalle frente al muro del Parque que derrumbaban o ante el monumento de los caídos en la revolución del 90, cuando los únicos radicales que conocía la capital eran los muertos de la Recoleta y nosotros, Frugoni, Black, Tamborini, etc., empe­cé mis payadas con esta quintilla que perdura en mi memoria:

               «Aquí vengo con mis versos 
               siempre entero, siempre igual, 
               castigando a los perversos 
               con la fibras de mi ideal: 
               el ideario radical.»

Fue viajando a pie por África, Italia y Francia, entre 1908 y 1910, que encontré la razón, el ritmo y la música de la poesía. Hice versos para caminar acompañado de mi mejor amigo: yo mismo.
"Vuelto a Buenos Aires, en 1910, varios melenudos me aconsejaron que publicara un libro con lo que era tan perso­nal y tan distanciado del gusto artístico ambiente. Fue un li­bro lleno de faltas de ortografía que se llaman luego erratas. El librero editor acumuló a las faltas del original, las que co­metí más tarde corrigiendo las pruebas. Mi libro apareció con los cierzos de mayo, con pie de imprenta de París. Se llama «La sombra de la Empusa». Quince años después se le ha llamado el creador de la nueva sensibilidad. Lugones lo trató despectivamente de libro abracadabrante y se le tildó de obra de un loco y de un extraviado, colocándolo en ese segundo estante de las bibliotecas prohibidas donde uno que otro cu­rioso lo espulga de vez en cuando y se lleva algo. No es un libro para todo el mundo. Es joven aún. Podría ser publicado mañana, como un libro excesivamente moderno y original con todas sus faltas y todas sus erratas a cuestas. Es un libro pretencioso. Como su autor. 
No fue un éxito literario, pero fue un escándalo literario que pasó las fronteras y se hizo americano. En la Rotonda de Caracas los presos políticos de Gómez lo leían en 1923. Y he hallado infinidad de personas, a través de la América, que sabían sus versos de memoria. Eran generalmente hombres de hacha y tiza. En 1927, fui despertado a las 2 de la mañana en la pieza del Hotel Imperial de México D. F., donde me alojaba, por el Director de la cárcel y varias mujeres de vida airada. Lo acompañaban en la parranda epicúrea Alejandro Sux y Ángel Falco. Traían una botella de cognac —bastante agotada— y en una bolsa de tegumentos taurinos, muchas libras esterlinas que deseaban trocar por alcohol y beber a mi salud. Me recitó los versos de «La sombra de la Empusa» mientras uno de sus guarda espaldas me robaba 40 dólares y una pistola.
Este libro dio y dará mucho que hablar. Pero entre las cosas que se me decían como una afrenta y desenvueltamente era que yo no sabía lo que era poesía y mucho menos hacer versos. Lo que se llama crítica quería nivelarme, vulgarizarme hasta hacer de mí un adocenado más. Para darle satisfacción escribí dentro del silencio del Jardín Botánico un libro que llamé «El árbol que canta», pero que publiqué con el nombre de «Blanco...» y firmé Rubén Darío, hijo. El hijo de Darío tenía por cierto más talento, hacía mejores versos y no igno­raba lo que era poesía como ese excéntrico Vizconde de Lascano Tegui.
Desde entonces, no he publicado más libros de poesía. He cometido versos en cantidad. Ahí están.
En 1923, pude tener un poco de dinero para publicar un libro que tenía escrito en 1914 y que comencé en 1910. De­bió llamarse «Oraciones a Nuestra Señora la Sífilis», pero terminó por llamarse «De la elegancia mientras se duerme». En 1927, fue traducido al francés por Francis de Miomandre. Se lo encuentra en todos los cambalaches y libreros de lance.
A pesar de la facilidad con que doy fin a toda obra litera­ria, el libro me ha parecido siempre algo respetable. Sólo pu­blico las obras honestas por deshonestos que sean sus aspec­tos. Así paso muchos años estudiando su arquitectura propia, poniendo ladrillo a ladrillo para terminar la casa cuando Dios quiera. Y las publico cuando me sobra dinero, pues, hasta hoy, no he hallado editor. En 1934, publiqué, en francés, un alegato sobre «Les drapeaux d'Obligado». En 1936, publi­qué dos libros. Uno que compuse en varios años de trabajo: «Álbum de Familia» y otro, que escribí en 25 días: «El Libro Celeste».
Como una consecuencia a la carencia de obra original, la América latina, ese continente de monos que plagia toda la obra europea de las últimas 24 horas, carece de críticos y de crítica. Uno publica libros inútilmente, pues no halla concep­tos. No hay jueces sino comisarios de policía criollos que dan su fallo con la vista puesta en las recompensas municipales al molesto talento literario... Tengo para publicar este año va­rios libros ya viejos: «Daguerrotipos», «Mujeres detrás de un vidrio», «Muchacho de San Telmo», «El círculo de la Carro­ña» y «Filosofía de mi esqueleto». Pienso ir a Buenos Aires y editarlos porque tengo plata, antes de que el papel sea muy caro y la plata no valga nada...
Confieso que continúo escribiendo por pura voluptuosi­dad. Escribo para mí y mis amigos. No tengo público grueso, ni fama ni premio nacional. No me gusta el «Tongo». Como periodista que soy, sé «cómo se llega». Conozco a fondo la estrategia literaria y la desprecio. Me da lástima la inocencia de mis contemporáneos y la respeto. Además tengo la pre­tensión de no repetirme nunca, ni pedir prestado glorias aje­nas, de ser siempre virgen, y este narcisismo se paga muy caro. Con la indiferencia de los demás. Pero yo, he dicho que escribo por pura voluptuosidad. Y como una cortesana, en este sentido, he tirado la zapatilla.
En Venezuela, de donde salgo, acaban de coleccionar tres artículos que publiqué sobre aspectos económicos en un libro que llaman «Venezuela adentro». No es nada trascendental. Pero es el anuncio de algo que estoy preparando con el título afectuoso: «La América está mal habitada».
Y es cuanto tengo, desganadamente, que decir.

[Saeta. Cuadernillos de artes y letras, Año IV, Vol. IV, Nos. 34 y 35, Enero-Febrero 1941]


(Tomado de la edición de Simurg de Mis queridas se murieron, Buenos Aires, Argentina, 1997)