LA REPÚBLICA ARGENTINA

 

 

       La República Argentina se divide en catorce provincias y diez territorios. Están pintados de azul: Jujuy, Tucumán, San Juan y el Chaco; teñidos de rosa: Salta, La Rioja, Mendoza, Corrientes, Buenos Aires, Neuquén y Santa Cruz; de verde: Santiago del Estero, Entre Ríos, La Pampa, Chubut y Los Andes; en amarillo: Catamarca, Santa Fe, San Luis, Córdoba, Formosa, Misiones, Río Negro y Tierra del Fuego. Las islas Malvinas se recortan en el mapa como una yema de huevo de avestruz arrojada violenta­mente sobre la sartén, al fuego lento de las reivindicaciones.
       Tal es el aspecto que ofrece la república en los mapas oficia­les queriendo mostrarnos las diversas regiones de su geografía política. El color es arbitrario y es dado por el impresor del mapa, de acuerdo, mutuo, con los senadores nacionales. El tono que colora no sufre variaciones bajo la acción climatológica ni las explica. El trópico de Capricornio, que pasa perfumando de al­mizcle el puente Pérez, utilizado por los cholas de Humahuaca que van al mercado, en la límpida ciudad de Jujuy, o el frío de los círculos polares que esteriliza a los condenados de Ushuaia, no deslíen los tonos pálidos de la acuarela que divide a un país fede­ral administrado como si fuera unitario. Si ese mapa no tuviera la pintura a su alcance, recordaría la América pre-colombina color ocre habitada por caballos que se reunían a morir en grandes cementerios y por un sabio genovés que tenía una librería en la esquina de las calles 60 y 12, de la ciudad de La Plata. Yo le conocí yendo a la escuela, aunque, preocupado por sus fósiles, desconociera la existencia de los niños. Dejaba el cuidado de la librería a su esposa, una señora rubia, vestida con un batón suelto de color amarillo y blondas negras, llevando sobre la espalda a un loro verde. La librería estaba cubierta de polvo. Del polvo de arroz rosa de que la compañera del sabio se servía echándolo como una capa espesa de aluvión galante encima de las arrugas que había cavado el tiempo. (El tiempo transcurrido entre el homus pampeanus y sus veinte años, en una ciudad del Mediterráneo, cargada de amor y de pimienta).
       Este mapa de un país, subdividido artísticamente por la acua­rela de los niños, es la imagen primera de la patria argentina. Vuelvo mis ojos hacia atrás buscando los mapas que pendían en la escuela de la calle Venezuela donde aprendí sus límites y me parece que tenían otra forma. Le faltaba, es cierto, la Puna de Atacama, la fuente de Lola Mora, el petróleo de Comodoro Rivadavia, el ferrocarril a Meridiano 5°, y se balanceaba aún, sobre la sierra del Tandil, un cascote movedizo. En la estampa laica, cada color es un casillero que evoca un nuevo tipo de em­panada, una variación del alfajor, o un acento distinto en la len­gua de sus habitantes. Las provincias tienen acento. Los habitan­tes de los territorios nacionales, todavía no. A veces, sus gober­nadores sí. Siembran desde arriba el tono musical del mañana lisonjero. Un correntino ha gobernado el Chubut. Un cordobés ha gobernado el Neuquén. Han sembrado al vuelo la tonada. Los territorios son la periferia de la nación. Están más allá del bien y del mal. Las provincias son los órganos nobles del país. Dentro de las provincias hay un nivel hallado. Una función de sístole y de diástole, rítmica y natural, que las retiene dentro del cuerpo nacional. La siesta y la oficina son las primeras formas filosóficas provincianas. Son doctorales. Los territorios nacionales son dinámicos y buscan su cauce dentro de las fronteras peligrosas, con bandoleros chilenos en el Sud, peones cetrinos de los obrajes misioneros por el Este, indios tobas sobre Formosa. La primera manifestación de su equilibrio se halla en las comisarías. En los edificios de sus comisarías, que son caserones o caravanserrallos, no hay nadie. Los funcionarios han desaparecido desleídos en la extensión del territorio. Porque hay un vigilante por cada seis mil kilómetros cuadrados. Y si uno llega al punto capital de la geografía a pedir socorro de verse tan solo, perseguido por el viento, halla en la puerta de la comisaría a un vencido de la voluntad, a quien, por ser el preso, se le ha encargado de la custodia de la justicia. Generalmente, si estamos en el sur de la república, se le halla barriendo las cáscaras de naranja que trae el viento desde el Paraguay. Si nos encontráramos en el Norte, el preso perezoso tendría que barrer naranjas y prefiere acariciarse las formas des­mesuradas de su elefantiasis.
       Entre estado y estado, entre provincia y territorio, los hom­bres han trazado una línea ideal de alambre de púa. Es la línea divisoria en que vienen a encontrarse los impuestos con las con­tribuciones. De cuando en cuando, han hecho una brecha y pues­to una tranquera por donde cruzan los vecinos para saludarse internacionalmente con un "¡buen día, paisano!" y un "¡ave Ma­ría purísima!". Otras veces, pasan a caballo, como un anacronis­mo, en busca de un asado con cuero, un trago de ginebra y una urna donde depositar su voto. Son "finados" que vuelven para las "botaciones", amigos del juez de paz, gauchos picaros y ágiles que forman el fondo de cajón de la legalidad criolla y en la carre­ra abierta de la vida todos apuestan al caballo del comisario.
Sobre esa línea divisoria, en el puñal barato de los alambres de púa, se enredan los vellones de los ovinos y zafan de sus varaduras los molinillos en que revienta la flor del cardo. Sobre esa línea de alambrados, a babuchas del pentagrama de acero, bajo el rebozo de sus plumas, espían como comadres las lechu­zas y los gavilanes. Contra esa pared invisible, sintiendo que los esperan los sepultureros, vienen a morir los animales empasta­dos de los vientres pletóricos. Siguiendo el camino que huele al fin del mundo, pasan por allí mismo los gringos que recogen hue­sos para las refinerías de azúcar. Huesos blanqueados por los caranchos negros y que darán a los terrones de azúcar aspecto diamantino. Huesos que han perdido el gusto y que las hormigas recorren en su esterilidad blanca como los alpinistas las monta­ñas heladas. Alrededor de la osamenta, sin embargo, son más grandes los tréboles y más verde el pastito.
       Sobre la superficie plana del novísimo mapa escolar de la Re­pública Argentina, que se recorta como un serrucho sobre los océanos Atlántico, Antártico y Pacífico, los sabios han trazado las líneas sinuosas, derroteros de los ríos. Corrientes de agua que llevan nombres ajenos al color local, como el Río Negro, que serpentea sobre un territorio amarillo, y el Río Colorado, que atraviesa una zona pintada de verde. Esos ríos reciben sus aguas de la cordillera. Las aguas se divorcian de las aguas chilenas en las altas cumbres y son argentinas cuando vuelven el rostro sonriente hacia el Atlántico. No siempre llegan al mar que hace su sueño y hay ríos que, después de reflexionar con Manrique que "las vidas van a la mar, que es el morir", mirando al cielo desde el remanso del dique San Roque, crean un mar propio que han llamado modestamente "Mar Chiquita".
       Sobre la superficie chata del mapa es difícil señalar las alturas del país, que está acostado decúbito dorsal y que levanta el lomo de su cordillera como no queriendo saber nada de sus vecinos del Pacífico. Es una postura poco amable, y por encima del tejado le ha tirado a veces piedras el descontento, aunque han terminado por perdonarle su actitud de changador fatigado, reconociendo la extensión de su trabajo agrícola y ganadero, sus manos callosas de comerciante y sus ideales pacíficos. Porque la cabeza peque­ña de la República, de cuerpo tan largo —con taras de gigantis­mo—, se asienta en la muelle almohada de las provincias de Sal­ta y de Jujuy, esencialmente tranquilas y de todo reposo, enemi­gas de buscar querellas y bases fundamentales a la filosofía coya del "cómo no".
       Las montañas son representadas en los mapas con signos que recuerdan al miriópodo venenoso llamado ciempiés, sin llegar a darnos, a los que hemos bebido la pampa y llanura en los sendos litros de leche de "La Martona", la sensación de las alturas olím­picas donde no pasa nada y el cóndor, en casa suya, es un desga­lichado que ha suprimido el cuello planchado. Las montañas no hacen suspirar a los argentinos sino cuando están tuberculosos. Piensan, entonces, en los climas secos de Córdoba, Catamarca y Mendoza, en los solarios de sus montañas sin vegetación y con olor a zorrino.
       Otros de los signos convencionales del mapa argentino son los redondeles mal hechos y que evocan la existencia de lagos y lagunas, tímidamente coloreados de azul. Hay lagunas subterráneas como las de Iberá, en que los animales que las habitan ya nacen achatados como el yacaré, para deslizarse bajo la tierra y las lianas, pero los más interesantes de estos tanques de agua son por cierto los lagos andinos -—hay más de 400— en la región del Neuquén, Santa Cruz y Chubut. Son lagos que están en las alturas de los valles y a los que se subirá un día con ascensor. Están a muchos metros sobre el nivel del mar, suspendidos en el aire como los jardines de Semíramis. Tienen golfos y bahías de juguetería y están habitados por monstruos antediluvianos (ya los últimos que quedan). Los ictiosauros sacan de pronto el cue­llo alargado sobre las aguas, como el periscopio de los submari­nos alemanes durante la guerra europea, aterrando a los paisanos y tal vez quejándose de los vapores que surcan el lago y los inco­modan en su sueño de siglos con sus ruedas de palmípedo. Den­tro de esos lagos hay islas y dentro de las islas hay leones. Dentro de los leones hay un corazón perverso.