EL HOMBRE Y EL ÁRBOL

 

 

El hombre se reposa, cavila, sueña o muere al pie de los árboles. En el campo abierto, el árbol es un palacio que ha levantado la naturaleza. El hombre y las sabandijas lo habitan. Pero el árbol, indiferente, sabiendo que solo las mariposas lo pierden, dará hojas, flores, frutos, sin preocuparse de su destino. Esa generosi­dad del árbol aconsejaba al hombre. La casa fue inventada.

 

En todos los momentos de la historia, desde que la maldad de Caín echa por tierra y huella bajo su pie la imagen de Abel, en su casa, en sus hijos, en su esposa —en su casa, reposo de caminan­tes—, el árbol subsiste y mantiene perenne la presencia del bien. Xerxes castiga con su látigo al mar y cuelga, en cambio, hilos de perlas de las ramas de un cedro. Yo he visto a los corderos esca­par de dentro de las talegas del camello y refugiarse bajo el últi­mo árbol, a la vera del desierto, sabiendo que sólo Dios, en forma de árbol, estaba presente para protegerlos. El árbol era la vida y el desierto la muerte. Y cuando en el campo de batalla el guerre­ro no halla sombra bajo su cimera para morir como Duguesclin o para escribir el parte de la victoria, busca un árbol. La sombra del árbol le da sensación de la paz eterna.

 Por eso, San Martín, después de San Lorenzo, en vez de entrar al convento, instalarse en la iglesia o apoyarse en la mesa de la sacristía, prefirió sentarse en el tronco de un pino frondoso y es­cribir sobre sus rodillas las breves frases históricas. Cuando San Martín entró en la catedral de Buenos Aires sobre su féretro, seis gajos del pino cubrieron los despojos del lírico, del geómetra y del soñador que nació bajo unas palmeras en Yapeyú y prefirió esa tierra "pingüe de meollo" a la Castilla estéril, a los desiertos que honran a Salamanca, al erial de El Cubo, donde lo asaltaron los bandidos y sangraron sus heridas sobre la tierra calcinada, sin un árbol bajo el cual poder ir a morir con dignidad.