Al volver de la escuela alguien nos esperaba en las calles que bajaban al río. Eran los alguaciles o libélulas. Venían apurados, a la carrera. Nos traían, a nosotros los querandíes, una gran noticia, y, junto a unas moscas diminutas que los seguían, volaban delante del malón insolente del viento. Los alguaciles anunciaban el pampero. Entraban en los zaguanes de las casas, siguiendo a los niños para decirles que se acostaran porque el viento soplaba y podría arrancarlos del regazo de sus padres. Y cuando no los hallaban los buscaban en los patios y sobre todo atravesaban el patio de la escuela conmoviendo a los últimos cazadores de mariposas. Cuando no encontraban a los coleccionistas de estampillas y de manchas de tinta, tomaban resueltamente la decisión de echarse al río. Se les veía girar alrededor de los sauces de la ribera y aunque les costaba despedirse de esos reparos verdes, se iban, por fin, aguas adentro. No volverían más esos alígeros corceles, pero antes ensayarían de sembrar el viento en el camino. No bien desaparecían a la distancia, el lomo del río se encrespaba. Los alguaciles ya iban río arriba. Ya soplaba el ventarrón. Los niños entrábamos a la casa, limpiándonos los ojos del polvo de tierra, y, pensando en las libélulas perdidas, hallábamos pegadas a las ropas obscuras una que otra señorita que había queridoesperarnos. Y si ningún niño la descubría, habiendo amainado el viento, en la noche moría el alguacil, la cabeza en el fondo de un vaso de agua o al pie de un florero.